La corrupción en el servicio público sigue siendo una herida abierta en México. La semana pasada escribía sobre la necesidad imperiosa de contar con funcionarios intachables, y los hechos recientes vuelven a poner sobre la mesa una realidad que lastima a la sociedad: la distancia entre lo que prometen los servidores públicos y lo que realmente hacen.
No se trata de exigir perfección, sino de aspirar a la excelencia en el desempeño del cargo. Sin embargo, casos recientes demuestran que esa aspiración está lejos de cumplirse. Ciudadanos de a pie esperan —y tienen derecho a esperar— que quienes cobran con el dinero producto de sus impuestos no tengan ni la más mínima duda sobre su conducta, especialmente cuando se trata de posibles vínculos con la delincuencia organizada.
Los datos son contundentes: según el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), en 2023 México ocupó el lugar 121 de 180 países en el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional. Cifras como esta no se construyen solas; detrás hay casos concretos que minan la confianza ciudadana.
Basta recordar los casos de Javier Duarte, exgobernador de Veracruz, condenado por lavado de dinero y vinculación con el crimen organizado; César Duarte, en Chihuahua, también procesado por delitos relacionados con la corrupción; o Emilio Lozoya, exdirector de Pemex, quien enfrenta múltiples cargos por sobornos en el escándalo de Odebrecht.
En Tamaulipas, están los exgobernadores Tomás Yarrington, Eugenio Hernández y Manuel Cavazos quienes han sido condenados por delitos relacionados con la corrupción y nexos con cárteles. Estas sentencias firmes deberían servir como precedente, pero la realidad es que siguen siendo la excepción, no la regla.
El dicho popular reza: “Si el río suena, agua lleva”. Y cuando se señala a un funcionario, la sociedad tiene derecho a exigir transparencia. Las autoridades competentes deben investigar de oficio cualquier indicio, sin esperar a que exista una denuncia formal. La presunción de inocencia no puede ser una puerta abierta a la impunidad.
En un país donde la violencia derivada del crimen organizado ha dejado más de 350 mil muertos en la última década, no podemos permitir que quienes deberían combatir esta lacra estén bajo sospecha de colaborar con ella.
La solución no está en la complacencia, sino en exigir rendición de cuentas. Cada ciudadano debe reclamar que cualquier sospecha de vínculo entre servidores públicos y el crimen organizado se investigue hasta sus últimas consecuencias.
Solo así podremos reconstruir la confianza en las instituciones y avanzar hacia un Estado de derecho verdadero.