La participación ciudadana no surge por decreto ni por inercia. Es el resultado de un proceso continuo de construcción de confianza entre la sociedad y sus instituciones. Para que esa relación exista y perdure, se requieren pilares firmes: transparencia, rendición de cuentas y buenas prácticas de gobierno. Estos no son conceptos administrativos ni simples mandatos legales; son la base ética y operativa de cualquier democracia que aspire a ser sólida, funcional y sostenible.
Gobiernos abiertos, eficientes y sensibles, alejados de discursos populistas y más cercanos a acciones tangibles que respondan a las necesidades reales es la exigencia. En este contexto, los tres pilares mencionados funcionan como un círculo virtuoso. La transparencia permite conocer cómo se toman las decisiones públicas y con qué criterios se administran los recursos. La rendición de cuentas obliga a que las autoridades expliquen sus actos y asuman responsabilidades cuando fallan. Finalmente, las buenas prácticas de gobierno, que abarcan la integridad, la planeación adecuada, la eficiencia administrativa y la profesionalización del servicio público, crean el ambiente adecuado para que la ciudadanía quiera involucrarse, opinar y vigilar.
Cuando estos elementos están presentes de manera coherente, los ciudadanos se sienten parte del proceso público. La participación deja de ser un acto simbólico para convertirse en una herramienta real de transformación social. La gente percibe que su voz tiene impacto, que sus denuncias generan correcciones y que sus propuestas pueden traducirse en políticas públicas concretas. El resultado es evidente: mayor participación electoral, más presencia en consultas y ejercicios deliberativos, mayor integración en comités ciudadanos, vigilancia social más fuerte y un tejido cívico más robusto.
Pero también es clara la consecuencia de su ausencia. La desinformación abre la puerta a la sospecha; la falta de explicaciones alimenta el enojo; la mala gestión, cuando no la corrupción abierta, destruye la confianza y deja una percepción negativa difícil de revertir. Bajo estas condiciones, el ciudadano se retrae: deja de votar, abandona los espacios de participación y reduce su interacción con el sector público al mínimo indispensable. La brecha entre gobernantes y gobernados se ensancha, y con ella, la capacidad de respuesta del sistema político se debilita.
Cuando la transparencia, la rendición de cuentas y las buenas prácticas de gobierno dejen de ser aspiraciones y se conviertan en prácticas naturales del servicio público, el país habrá dado un paso decisivo hacia una democracia más fuerte, más madura y, sobre todo, más cercana a su ciudadanía. Solo entonces la participación será un derecho plenamente ejercido, no una promesa incumplida.