Resulta muy loable el trabajo que se ha venido realizando tras la tormenta que, de manera inesperada, dejó daños enormes en cinco estados del país, entre ellos Hidalgo. En esta ocasión la reacción de las autoridades de los tres niveles de gobierno fue notablemente más rápida y eficiente, lo que demuestra que es posible una verdadera coordinación cuando se pone al ciudadano y al país por encima de cualquier otra consideración.
Las imágenes hablan por sí solas. A diferencia de otras emergencias, en las que la presencia de los titulares del Ejecutivo federal y estatal parecía distante o simbólica, esta vez vimos de cerca a la presidenta Claudia Sheinbaum y al gobernador Julio Menchaca atendiendo personalmente a los afectados, escuchando sus necesidades y actuando con empatía sin descuidar el resto de sus responsabilidades. Ese gesto merece reconocimiento, especialmente en medio del caos que deja cualquier desastre.
Sin embargo, también es urgente señalar que México necesita un enfoque distinto frente a los desastres naturales. Es cierto que muchos de ellos son impredecibles, pero eso no justifica que nuestra única estrategia sea reaccionar una vez que ya ocurrieron. Más allá de crear fondos de emergencia que, por cierto, han demostrado ser insuficientes o burocráticos, lo que hace falta es una política pública sólida orientada a la prevención, con el objetivo claro de reducir el impacto de estos eventos antes de que sucedan.
Hoy, nuestro principal y casi único ejercicio de prevención es el simulacro del 19 de septiembre. Y no va más allá de eso. En un país cuya geografía lo expone de forma constante a sismos, huracanes, inundaciones y sequías, sorprende que sigamos atrapados en una lógica reactiva. Basta ver los números: entre 2019 y 2023 se emitieron 276 declaratorias de emergencia o desastre, con un pico en 2020. A pesar de esta realidad recurrente, hemos avanzado muy poco hacia una verdadera gestión de riesgos.
La solución está en cambiar el enfoque: de la reacción a la prevención. Eso implica actualizar la normativa, fortalecer a los gobiernos locales, invertir en infraestructura resiliente, capacitar a la población y, sobre todo, planificar con anticipación. Prevenir no solo salva vidas, es la prioridad, sino que también evita pérdidas económicas exponenciales. Y, como bien sabemos, prevenir siempre es más barato que corregir. Esa lección aplica en educación, en salud, en seguridad y, sin duda, en la forma en que enfrentamos los desastres.