Hablar de movilidad en México es, tristemente, hablar de muerte. Cada año, alrededor de 16 mil personas fallecen en siniestros viales que, en su mayoría, podrían haberse evitado con voluntad política, leyes aplicadas y un sistema que priorice la vida por encima del caos. Pero aquí estamos, repitiendo cifras, haciendo llamados, y viendo cómo nuestros gobiernos se siguen moviendo con la velocidad del desinterés.
En 2022, se celebró la aprobación de la Ley General de Movilidad y Seguridad Vial (LGMSV), un hito que elevó a rango constitucional el derecho de todas las personas a desplazarse en condiciones seguras, accesibles, sostenibles y con igualdad. Sin embargo, ese avance se ha convertido en letra muerta en once entidades del país que, a dos años, siguen sin armonizar sus leyes locales.
La lista es vergonzosa: Baja California, Ciudad de México, Coahuila, Chiapas, Hidalgo, Morelos, Oaxaca, Querétaro, San Luis Potosí, Veracruz y Zacatecas. Once congresos estatales que han dejado pasar el tiempo sin asumir su responsabilidad. Once gobiernos locales que han mirado hacia otro lado mientras aumentan las víctimas, el dolor y la impunidad. ¿Qué justifica este retraso? Nada. Ni los argumentos técnicos ni las excusas burocráticas. Lo que hay aquí es una negligencia institucionalizada.
Armonizar las leyes estatales con la LGMSV no es un trámite decorativo. Es un paso fundamental para coordinar acciones, asignar responsabilidades claras y asegurar que todos los niveles de gobierno trabajen en un mismo marco de acción. Cada día de retraso representa riesgos reales, muertes reales, tragedias reales.
Una de las señales más alarmantes de esta crisis es el crecimiento desbordado del uso de motocicletas, muchas veces en condiciones precarias, sin protección legal ni infraestructura adecuada. En todo el país, las motocicletas han pasado de ser un lujo a una necesidad. Pero sus usuarios están completamente expuestos, tanto en ciudades como en zonas rurales. Es una crisis de salud pública que ya está reventando los sistemas de emergencia y hospitalarios.
Lo mismo ocurre con la micromovilidad, como bicicletas y scooters eléctricos. Este cambio en la manera de movernos es positivo y necesario, pero sin una regulación adecuada se convierte en un nuevo foco de riesgo. En lugar de promover ciudades del futuro, estamos generando espacios donde el más vulnerable siempre pierde.
Y no olvidemos el parque vehicular que circula sin seguro por daños a terceros. ¿Cómo es posible que sigamos tolerando esta omisión? En un país donde los servicios públicos de salud están saturados, permitir que autos, motos y unidades de transporte público operen sin cobertura mínima es una irresponsabilidad que pone en riesgo no solo a las víctimas, sino a toda la comunidad. La ausencia de seguros agrava el impacto social y económico de cada siniestro.
El transporte público, que debería ser un pilar de equidad, se ha convertido en muchos casos en una amenaza para quienes lo utilizan. Unidades sin frenos, sin cinturones de seguridad, sin inspecciones mecánicas, y, sobre todo, sin alternativas para millones de personas que dependen de él para estudiar, trabajar o acceder a servicios básicos. ¿Qué tipo de justicia social es esa?
Y luego está la infancia. Los sistemas de retención infantil siguen siendo una ocurrencia más que una política pública. Los menores siguen viajando desprotegidos, ignorados por normas obsoletas y políticas que no entienden de urgencias.
¿Hasta cuándo vamos a permitir esta indiferencia? ¿Cuántas vidas más deben perderse para que los congresos de Baja California, Ciudad de México, Coahuila, Chiapas, Hidalgo, Morelos, Oaxaca, Querétaro, San Luis Potosí, Veracruz y Zacatecas actúen? La seguridad vial no puede seguir siendo una nota de pie de página en la agenda legislativa.
Armonizar las leyes es lo mínimo que se espera de quienes juran proteger a su población. Lo que está en juego no es un trámite: es la vida cotidiana de millones. La movilidad segura no es un lujo, es un derecho. Y mientras ese derecho siga siendo ignorado, la omisión también mata.