En esta columna es importante hablar del feminismo y uno de los conceptos a los que dio origen es la sororidad que nació como un pacto ético y político entre mujeres. Es una práctica concreta de cuidado, acompañamiento y transformación de las estructuras que producen desigualdad. Su sentido más profundo está ligado a la justicia construida desde, por y para las mujeres.
Como todo concepto, va más allá de ser una palabra y es necesario observar la dimensión política que conlleva para evitar vaciarla de contenido y confundirla en el trajín del movimiento.
Es común que se invoque como un deber en automático: ser sorora sin incomodar a las demás mujeres. Y ese mandato aparece, curiosamente, cuando alguien nombra una violencia, una discriminación o un abuso de poder. Como si la sororidad fuera un silencio obligado que protege la comodidad de algunas a costa del dolor de otras.
La sororidad no significa tragar el malestar, ni sostener vínculos que lastiman, ni encubrir abusos, ni justificar violencias. Cuando se usa para frenar una denuncia deja de ser una ética feminista y se convierte en una forma sutil de control. Una sororidad que exige callar no es un pacto por las mujeres: es una versión romantizada del mandato de silencio que es tan funcional al mismo sistema que decimos querer transformar.
También entre mujeres podemos ejercer poder, excluir, discriminar, violentar. Y reconocerlo no debilita el feminismo, lo vuelve más honesto, real y más justo.
No hay sororidad posible donde no hay justicia porque no puede construirse sobre la negación del daño o la exigencia de olvidar y callar. La sororidad es poderosa cuando nace del cuidado, no de la imposición. No nos pide quedarnos donde nos hieren, sino construir espacios donde vivir con dignidad.