En los discursos públicos suele colarse una idea peligrosa: la de que el sufrimiento social se explica por una mala elección. Si las cosas no funcionan es porque no supimos votar bien,así se normaliza la injusticiay el arrepentimiento se vuelve un mandato con tono de superioridad moral que invalida la reflexión política.
En contextos de desigualdad estructural este tipo de mensajes opera como unaestrategia que devuelve a la ciudadanía la culpa por lo que el Estado no ha hecho.
Es un gesto que busca “crear conciencia” pero que, en realidad, desplaza la responsabilidad institucional. Lo que debería ser una conversación sobre la eficacia de las políticas públicas termina convertida en un juicio sobre las decisiones de la ciudadanía.
Cuando se le dice a una comunidad golpeada por la tragedia que debió elegir mejor, se borra el dolor inmediato y se le entrega una carga simbólica: la culpa de su propia desgracia. En lugar de reconocer las omisiones institucionales se invita a la población a sentir vergüenza por haber confiado y ahí radica una forma sutil de revictimización.
El arrepentimiento, en ese contexto, es una forma de disciplinar en el castigo que nos enseña a culparnos por lo que sufrimos; se trata de una narrativa que confunde la responsabilidad política con la responsabilidad moral, y que castiga la esperanza convertida en voto.
La democracia se nutre de la confianza. El voto es un ejercicio de libertad y de fe cívica que, bajo ninguna circunstancia, debe reprocharse. Porque el voto no sólo expresa una preferencia de propuestas sino que también es una apuesta por la posibilidad de la escucha y el acogimiento.
El arrepentimiento no reconstruye casas, ni revive a los muertos, ni restituye derechos. Arrepentirse del voto no seca las lágrimas, no resuelve los dolores, ni devuelve lo perdido. Convertirlo en argumento político es negar la responsabilidad de quienes tienen en sus manos la obligación de respetar, proteger, garantizar y promover los derechos ciudadanos.