El pasado 16 de octubre se publicaron las reformas a la Ley de Amparo. Es una buena noticia para quien cree en una justicia cercana, eficaz y sin atajos para el privilegio. Sin embargo, asistimos a una campaña de desinformación: se repiten etiquetas —“regresiva”, “autoritaria”, “contraria a derechos humanos”— con la esperanza de que, a fuerza de eco, se vuelvan verdad. No lo son. Con las reformas que propuso la presidenta Sheinbaum el amparo no se reduce: se moderniza, se agiliza y se devuelve a su sentido original.
El problema no está en las y los legisladores, sino en cierta comentocracia. No hay análisis: hay consignas. Se vende alarmismo donde hay claridad técnica; sospecha donde hay equilibrio. Lo que se busca es convencer de que el amparo está en riesgo, cuando lo cierto es que se fortalece.
Basta con revisar los cambios más importantes. Primero, los tiempos y las herramientas. Se acortan plazos y se consolida la justicia digital: actuaciones por portal, notificaciones más rápidas, procedimientos menos laberínticos. Eso no restringe derechos; los potencia. Un amparo que tarda años es una promesa vacía. Uno que resuelve con celeridad es una garantía viva.
Segundo, el interés legítimo no se estrecha: se recogen sus elementos esenciales conforme a lo que ya dijo la Suprema Corte. Se reconoce su dimensión individual y colectiva, con la exigencia mínima de toda buena puerta de acceso: una afectación real, actual y diferenciada. Los colectivos ambientales, las comunidades indígenas y las organizaciones civiles no quedan fuera; al contrario, obtienen certeza.
Tercero, la suspensión. Se afirma que “sin suspensión el amparo no sirve”, como si la reforma la hubiera borrado del mapa. Falso. La suspensión sigue siendo la regla general, con dos límites puntuales y razonables: evitar que se utilice para blindar recursos de origen ilícito —garantizando siempre el mínimo vital: salarios, pensiones, obligaciones esenciales—; e impedir que, sin permiso, licencia o concesión federal, una suspensión sustituya a la autoridad reguladora. Es de sentido común: el juez de amparo no expide permisos.
La pieza favorita del alarmismo es el bloqueo de cuentas de la UIF. Se dice que se invierte la carga de la prueba y se deja indefensa a la persona. No es así. Lo que se evita es la suspensión automática que permitía lavar dinero con sello judicial. Quien no pertenece a una organización delictiva y acredita licitud, obtiene la medida cautelar. Quien sí lo hace, no puede usar el amparo como coartada financiera. Esa es la diferencia entre garantizar derechos y premiar la simulación.
En materia fiscal, la reforma tampoco “desarma al contribuyente”, como se ha señalado. Lo que hace es concentrar defensas para evitar el calvario de impugnaciones seriales con un solo objetivo: dilatar por años el pago de créditos ya firmes. Defenderse sí; eternizar el litigio, no. Se acortan rutas de evasión procesal sin tocar el derecho de defensa.
Viene luego el ardid de la supuesta “retroactividad encubierta”. Se ha querido vender la idea de que las nuevas reglas aplicarán para reescribir lo que ya está decidido. Otra falsedad. El transitorio es claro: las etapas concluidas y los derechos adquiridos se rigen por la ley vigente cuando nacieron; sólo las actuaciones futuras se sujetan a la reforma. Es la doctrina constitucional de siempre, no una trampa.
En suma: plazos más cortos, justicia digital, certeza en el interés legítimo, suspensión responsable con mínimo vital garantizado y defensa fiscal sin laberintos dilatorios. El amparo sale de la telaraña y vuelve a ser escudo. Quienes lo denostan no defienden a la ciudadanía: defienden un sistema de atajos que lucró con la demora y con el formalismo. Por eso vociferan. Porque se les acabó el negocio.
La reforma de la presidenta Sheinbaum no desprotege a la persona: la defiende mejor. Quien vive de la estridencia dirá lo contrario. Pero la justicia no se mide por el volumen del micrófono, sino por la eficacia de sus remedios. Y ahí, si se lee sin prejuicios, intereses o consignas, el veredicto es simple: el amparo se fortalece y la sociedad queda menos a merced del abuso y más cerca de sus derechos.