En días recientes se puso al centro del debate feminista la figura de Chimamanda Ngozi Adichie, escritora nigeriana reconocida por su trabajo literario y por su aporte al pensamiento feminista contemporáneo a través de textos como Todos deberíamos ser feministas. En una entrevista reciente compartió que sus bebés nacieron por medio de una madre sustituta. Ella misma ha expresado críticas hacia la maternidad subrogada, especialmente en su modalidad comercial. En entrevistas y conferencias ha señalado que muchas veces este sistema se basa en desigualdades económicas y de poder entre las personas gestantes y quienes contratan el servicio.
No es la primera vez que se le cuestiona públicamente por sus declaraciones y ha sido ocasión en que resurgió el debate: ¿puede una figura que ha aportado tanto al feminismo, y que al mismo tiempo ha emitido opiniones problemáticas, seguir siendo una voz válida en el movimiento?
Cuando el feminismo se convierte en un espacio desde el cual se evalúa y sanciona la vida de las demás, dictando quién es una feminista válida y quién ha traicionado al movimiento, se corre un riesgo profundo: el de despolitizarlo.
Las mujeres hemos sido históricamente juzgadas desde una dicotomía implacable: putas o santas, víctimas o culpables, dignas o indeseables. Ambas caras de la moneda son mecanismos de control social que regulan nuestros cuerpos, decisiones y afectos. El feminismo que se alinea sin cuestionar con estos juicios reproduce justamente las lógicas que dice querer desmontar.
El feminismo no nació como una doctrina de pureza personal, sino como una apuesta por transformar estructuras de poder, por cuestionar las formas en que el género, la raza, la clase y otras opresiones configuran nuestras vidas. Convertirlo en un sistema de premios y castigos individuales, en lugar de una herramienta colectiva de análisis y acción, empobrece su potencia.
El caso nos recuerda que el feminismo no puede ser reducido a un código de conducta ni a una identidad inmaculada.