Desde el inicio del sexenio de Andrés Manuel López Obrador, los programas sociales han crecido como nunca. El resultado más tangible, y positivo, ha sido la reducción de la pobreza, pero el ritmo de crecimiento del gasto social no es sostenible y amenaza con devorarse el presupuesto público en el futuro cercano.
Dentro de este gasto, las pensiones son, por mucho, el rubro más relevante. Uno de cada tres pesos del gasto programable se destina a cubrirlas. Las pensiones contributivas, financiadas con aportaciones de trabajadores, patronos y gobierno, consumen más de 70 por ciento de esos recursos. El problema es que los ingresos asociados no alcanzan para cubrir las obligaciones, sobre todo las heredadas de regímenes previos a la creación de las Afores en 1997.
Aunque representen solo 30 por ciento del total, las pensiones no contributivas están creciendo de manera más acelerada. En 2018, la Pensión para Adultos Mayores era marginal; hoy es el programa social más costoso. Para 2026 tendrá un presupuesto superior a 500 mil millones de pesos, diez veces lo que se asignará a la UNAM. En apenas siete años pasamos de cero pesos a 6 mil bimestrales para todos los mexicanos de 65 años o más, sin importar si cotizan o no en la seguridad social. Con la recién creada Pensión Mujeres Bienestar, el gasto sumará otros 55 mil millones.
No cabe duda de que existía una deuda histórica con esta población, que en muchos casos envejecía sin ingresos básicos. Pero, a diferencia de las pensiones contributivas, aquí no hay financiamiento directo: todo sale de los recursos generales del gobierno.
El resultado es que el costo está creciendo de manera explosiva. Mientras que en 2018 las pensiones representaban 3.4 por ciento del PIB, en 2026 alcanzarán 6 por ciento. El problema de fondo es demográfico: México está envejeciendo. Para 2050 el número de adultos mayores se duplicará y la esperanza de vida sigue aumentando (un año adicional cada seis años), lo que significa que cada generación cobrará su pensión durante más tiempo.
El gobierno ya explora nuevas fuentes de ingresos: mayores impuestos a refrescos y cigarros, aranceles a bienes asiáticos, combate al contrabando, control de aduanas y lucha contra el huachicol. Veremos hasta dónde alcanza.
Por lo pronto, los números no cuadran. Para financiar el gasto social se están sacrificando dependencias esenciales como salud, educación y seguridad. Pero ni los nuevos ingresos ni los recortes alcanzarán. Endeudarse tampoco es solución. Más temprano que tarde pondrá en riesgo la estabilidad macroeconómica.
Lo cierto es que no hay buenas opciones, y el raquítico crecimiento económico no ayuda. O el gobierno incrementa sus ingresos (lo que apunta a una reforma fiscal de fondo) o tendrá que frenar de forma drástica sus gastos.
El aumento del gasto social ha traído grandes beneficios para la población y, por qué no decirlo, para Morena. Será casi imposible mantener el ritmo sin decisiones drásticas.