Debería ser costumbre —si no es que obligación— honrar a las mujeres que son madres sin serlo. Hablo de las mujeres enfermeras, nodrizas, anestesistas, nanas, cocineras, arquitectas de todo, ingenieras hasta en las recetas, maestras que contagian libros y modos… hablo de la mujer que sin ser madre nos cargó en más de un berrinche y nos narró los primeros cuentos. Hablo de que a mí se me concedió llegar a un mundo con una segunda madre desde infancia que se llama Lola Margarita López Anaya y con estas líneas celebro sus primeros 85 años de vida, ya vacunada contra el covid… curada de todo espanto habiendo lidiado conmigo de niño traviesísimo.
Lola se llama así aunque su biografía ha sido un mural de no pocos dolores que ella siempre ha sabido superar con ejemplar tenacidad y ternura. Por un error irracional de la incondicional fe ciega de mi abuelo médico en la práctica homeopática, su hija Lola no tuvo la vacuna contra un demonio llamado poliomielitis que le marcó las piernas para siempre y que —sin embargo— no mermó la fortaleza incondicional y el empeño diario que ha ejercido no sólo cada uno de los días en que cuidó de mis abuelos, tíos y primos como pilar de un hogar intacto, sino particularmente como el faro luminoso que ayudó a mi madre a salir del bosque de una amnesia. Cuando mi madre perdió la memoria por una trombosis cerebral, su hermana Lola rehízo en su mente las vocales del español y todos los nombres de las personas y de las cosas, las páginas con todos sus párrafos y los paisajes que han conformado una vida feliz para ambas, que siguen juntas hasta el Sol de hoy, cumpliendo en cada atardecer la callada liturgia de saberse unidas en tantos fantasmas y fantasías, tanta sobremesa de sabrosa platica y tantísimos recuerdos que parecen novela a dos voces.
La hermana más que hermana de mi madre no sólo es la mujer ejemplar a quien más lata le ha dado en la vida, sino a la que debo la impagable bendición de haberme enseñado a tocar la guitarra, cantar a dos voces, navegar el laberinto de calles de la vieja Ciudad de México, rezar cada metáfora del rosario, atesorar los moños multicolores de los regalos… honrar a los mayores de todo pretérito y atesorar el milagro de contar siempre con ella.
Jorge F. Hernández