“El modelo de Occidente es la unidad indivisible”, dice Octavio Paz, “trátese de metafísica (el ser), psicología (el yo) o del mundo social (la nación, la clase, los cuerpos políticos)”.
Esta unidad indivisible, y un poco monolítica, va en contra del cosmos, que sigue el camino inverso desde el principio de los tiempos: sus componentes se separan permanentemente unos de otros, están en una continua dispersión.
Así era Occidente en 1973, cuando Paz publicó Corriente alterna, pero en el siglo XXI ese modelo ha cambiado de rumbo y empieza a ser, también, la dispersión.
El individualismo cada vez más palpable, promovido en buena medida por las Redes sociales, nos dispersa: la tribu que se reunía alrededor del fuego y que luego se juntaba en torno al televisor, se ha dispersado en elementos individuales, en planetas solitarios que miran su pantalla personal.
Lo que vemos normalmente en las Redes son individuos, la épica del solitario que batalla a tuitazos contra el mundo, o que se graba a sí mismo una opinión que defiende solo, en YouTube o en Instagram.
El descrédito de la familia nuclear (la unidad), frente al prestigio del poliamor (la dispersión), más la precariedad económica que se ajusta mejor a los proyectos personales, aunada al desprestigio de la democracia, porque antepone la comunidad al individuo, y a la circunstancia de que es cada vez más normal comparecer solos, frente a la pantalla, en encuentros familiares y de trabajo, y a la situación de que ya se liga en formato individual, porque ya no se pone la mirada en el grupo, sino en la fotografía de una sola persona, en la soledad de nuestra habitación, sin la comunidad que atestigua; todo este panorama nos ofrece una radiografía de la realidad del siglo XXI en la que lo primero que se ve es una galaxia que se dispersa, y no la unidad que veía Paz en 1973.
Quizá lo que sucede es que finalmente nos hemos integrado al cosmos, estamos regresando a lo que fuimos originalmente: partículas en perpetua dispersión: polvo de estrellas.
Jordi Soler