“El socialismo, en su misma esencia, es ateo, ya que desde sus principios ha proclamado que se proponía levantar la sociedad sobre bases científicas y racionales”. Esto le dice Shátov a Stavroguin, en un brillante soliloquio político que aparece en la monumental novela Los demonios, de Fiódor Dostoievski.
La novela fue escrita en 1872, a la sombra del marxismo, del socialismo científico que ya sacudía a la clase trabajadora, y a los burgueses e intelectuales con ánimo levantisco, en la Rusia del siglo XIX. De esto trata la novela, de los demonios revolucionarios que se apoderan del cuerpo y del espíritu de un grupo de personas, socialmente aceptables, algunas intachables y hasta aristocráticas, que conspiran para montar una revuelta en su ciudad.
La revuelta de Los demonios, más las otras tantas que se fueron sucediendo a lo largo de ese siglo y de principios del XX, desembocaron, en 1917, en la Revolución Rusa.
Shátov le dice Stavroguin que “la ciencia y la razón” tienen un papel secundario en el gobierno de los pueblos, y enseguida remata su idea: “ningún pueblo ha podido organizarse en la Tierra conforme a los principios de la ciencia y la razón”.
Después de la revolución, Rusia se organizó de acuerdo con estos principios, pero en 1991 tuvo que darle la razón a Dostoievski: el Estado socialista con su marxismo-leninismo, apegado teóricamente a la ciencia y la razón, se transformó en un Estado desvergonzadamente capitalista, y el ateísmo se diluyó ante la profunda religiosidad del pueblo ruso.
Los demonios es una novela escrita por un hombre que vivió y murió en el siglo XIX, pero su lectura, más allá de la Rusia que da cuerpo a su ficción, resuena con fuerza en el siglo XXI, donde los gobiernos de los países siguen siendo, en general, irracionales y poco apegados a la ciencia. Stavroguin, más adelante en la novela, ofrece una clave, que se aplica a los mandatarios de cualquier color: “Verdaderamente usted no es un socialista, sino un… ambicioso, un político”.