A mi querido Ignacio Trejo Fuentes, QEPD; gracias por su generosidad.
Aquellos hombres no eran del pueblo. La gente les decía frasteros en lugar de forasteros. Llegaron de un lugar con dirección al puerto de Acapulco; dos de ellos se habían casado con muchachas de acá. Entonces decidieron hacer sus vidas de este lado, donde se les veía de reojo. Había razones: eran matones a sueldo. Lo sabrías con el paso del tiempo.
Y fue aquella tarde, mientras el sol caía entre palmeras y matorrales, cuando el temor se hizo más visible. Sucedió en un recodo, casi de frente, cuando aparecieron los hombres, y no hubo más opción que hacer una obligada reverencia, aunque ellos mostraron sus ásperos gestos frente a los dos niños que, la respiración contenida, se hacían a un lado por el angosto camino que más bien parecía una zanja.
Ibas con tu hermano más chico sobre esa vereda de piedra y tepetate, tan angosta que apenas cabían, de modo que era necesario buscar un espacio para que cualquiera de los caminantes se hiciera a un lado y ceder el paso.
Ese día, por suerte, no venías a caballo; de lo contrario, el animal se hubiese asustado, no por la mala vibra, sino por la repentina aparición de aquellas sombras, de la que sobresalía como brasa un cacho de la camisa blanca.
En aquel momento de espanto regresabas de encerrar becerros, para volver durante la madrugada a ordeñar, siempre acompañados de papá. Fue cuando aparecieron de frente. Traían armas que en aquellos tiempos se les conocía como M-1, las más modernas.
Cruzaste la mirada con tu carnal luego de percibir a los sujetos de tez morena oscura, brillosas; uno de ellos, el jefe, traía un crucifijo que apenas se le veía sobre el esternón, casi adherido a la piel, y una camisa blanca encima del hombro izquierdo, como ciertos costeños acostumbran traer cuando la temperatura arrecia. Puñados de zancudos atacaban como aviones de combate.
El temor también era porque unos veinte metros atrás, durante la temporada de lluvias, se había deslavado la tierra y aparecieron huesos de humanos. Era la parcela de un campesino que, al tumbar la vegetación para barbechar, descubrió el sombrío escenario.
Fue una época en la que corrían rumores de que ese lugar era usado como fosa clandestina. En ese entonces no había otras bandas más que la de aquellos que habían pasado aquella tarde-noche. Por eso el miedo, y también por tantas cosas que se decían en voz baja. Y por eso quedó en la memoria colectiva la incógnita sobre las misteriosas muertes.
Era un secreto a voces, murmullos y miradas que decían mucho.
Y quizás por eso, porque querías descubrir las sinrazones de la violencia, fue cuando tu padre decidió internarte en una escuela oficial, en cuyo comedor había un televisor donde veías películas de gánsteres y una serie cuya estrella principal era Steve McQueen, quien traía una escopeta recortada que desenfundaba a la velocidad del rayo cuando disparaba contra los malos. Se llamaba Randall el justiciero.
Pero un día te expulsaron del internado.
La causa del castigo fue porque una tarde decidiste ir al cine con dos compañeros. Los dejaron entrar gratis. Era una doble función, pero se les hizo tarde y a su regreso encontraron cerrado el portón de la escuela y tuvieron que entrar por una ventana del dormitorio.
Por un momento pensaste que había sido un mal sueño; pero la verdadera pesadilla inició cuando el reporte llegó a casa y tu padre, quien fue por ti y frente al director te amenazó con dejarte en el pueblo para siempre; pero no fue así, pues al terminar la secundaria te envió al entonces D.F., con la advertencia de que tenías que trabajar y estudiar, de lo contrario te regresaría a trabajar en el campo. Al menos lograste escapar de su vista.
Eran tiempos de radionovelas, como las que narraban las andanzas de Porfirio Cadena, El ojo de vidrio, y de Chucho El Roto. La otra era Kalimán, narrada por una voz grave, cuyo autor, después lo sabrías, era Luis Manuel Pelayo. Las narraciones llamaban la atención.
También, cuando se aproximaba Navidad, comenzaba la publicidad de la temporada en la estación XEW, La voz de América Latina. En ese mismo cuadrante escuchabas anuncios de un centro nocturno que estaba en las avenidas Juárez y Balderas; el anunciante parecía estirar las palabras al hacerlo: El Caaaapri, Juárez y Balderas.
En El Capri se presentaban las vedettes más cotizadas, como la española Mora Escudero, Las piernas del millón; la argentina Amira Cruzat y también algunas mexicanas.
Eran centros nocturnos que veías muy alejados, aunque caminaras muy cerca, sobre la banqueta; el pretexto era escudriñar las carteleras y corroborar que los anuncios escuchados por la radio eran una realidad con sus luces de neón, y los vistosos aparadores de la H. Steele y Compañía, donde cada Navidad colocaban la figura de un Santa Claus de fantasía que veían gratis personas de todas las edades y clases sociales.
Después sabrías que en esos clubes de caché recalaban personajes de la política, jefes policiacos y reporteros que informaban sobre lo que sucedía en el ámbito de los espectáculos; por ahí se dejaba ver un personaje llamado El Güero Batillas, siempre ataviado de trajes color hueso, una pistola al cinto, cubierta por las faldillas de su cazadora, y sombrero tejano, cuyo trabajo era proteger bailarinas y las espaldas de algunos personajes.
Tiempo después, cuando empezaste a colaborar en la revista Mi Ciudad, finales de los setenta, te mandaron a entrevistarlo. El Güero Batillas te citó en El Hórreo, un bar que estaba cerca de donde él vivía. El hombre, espigado, no obstante su edad, te narró parte de sus aventuras. Dijo que había sido acompañante de conocidos cantantes y actores, como Jorge Negrete, también del general Lázaro Cárdenas y de algunas bailarinas. De joven fue pistolero en el estado de Chihuahua. Vivía en uno de los edificios vecinos del bar. Traía a su niña de brazos y le preocupaba su futuro.
Tiempo después, en una segunda ocasión, regresaste con la idea de platicar otra vez, pero, mientras husmeabas, alguien de esa zona te dijo que lo habían encontrado muerto, tirado en la calle, como cualquier menesteroso. Quisiste subir las escaleras del edificio en el que estaba su departamento, pero fue imposible. Entonces recordaste el cúmulo de fotos que El Güero tenía en la pared, acompañado de estrellas del espectáculo, como Carmen Salinas.
Parte de esa zona se convirtió en escombros con los temblores de 1985, y a partir de entonces fue un antes y un después en la vida nocturna del Distrito Federal; también quedarían deshechos los cines Regis y Del Prado, en uno de los cuales viste la película Sacco y Vanzetti, la vida de dos anarquistas italianos sentenciados y ejecutados en la silla eléctrica el 23 de agosto de 1927, en Massachusetts, Estados Unidos. Al término de la función, muchos espectadores salieron cabizbajos, llorando, incluido tú.
Fue una época en la que comenzaron a extinguirse los antros; aquellos lugares donde se presentaban desnudistas que cantaban o presentaban un show; en su lugar aparecieron los table dances, cuyas protagonistas eran chicas que bailaban alrededor de un tubo y después, tras bambalinas, el cliente las invitaba para que, a horcajadas, en un acelerado vaivén con sus sentaderas, frotaran los genitales del parroquiano, quien, además de estar vestido, tenía prohibido manosearlas. Le hacían un privado, decían.
Eran los estertores del Blanquita, un teatro popular donde la raza tenía oportunidad de disfrutar espectáculos en los que se presentaban sus ídolos, hombres y mujeres, entre ellos cantantes y cómicos. Estaba sobre lo que antes se llamaba San Juan de Letrán —ahora Eje Central Lázaro Cárdenas—, una avenida tan popular que el cantautor yucateco Sergio Esquivel le compuso una canción. Fue una zona de teatros de carpa.
Del Blanquita, cerca de la Plaza Garibaldi, no queda más que un cascarón protegido por una malla ciclónica. En la explanada se alza una estatua con la escultural figura de la cantante María Victoria, La sirena de México. Fue inaugurado en agosto de 1960; en 2015 tuvo su última función.
Siempre tuviste la curiosidad de observar; escudriñar, sin que te vieran, aunque a veces la vista traiciona.
Sabías, sabes, que detrás de cada persona siempre habrá una historia, sobre todo en la gran ciudad que cada vez es más caótica. Lo corroboraste cuando por primera vez hiciste una crónica para el diario unomásuno, dirigido por Manuel Becerra Acosta, el mítico periodista de carácter volcánico, quien, cuando entraste acompañado de tu amigo Amílcar Salazar, leyó sus textos sobre temas policiacos y entonces, casi a bocajarro, mientras frotaba su larga barba, la mirada fija, exclamó: “Esta es la veta que falta por explotar”.
Y fue entonces cuando, a principios de los 80, comenzaste a meterte en las rendijas de la ciudad, incluidas sus venas, recodos y oscuridades, con la intención de ver más allá de lo que hay en algunos protagonistas, sobre todo escarbar en la vida de presuntos asesinos, rateros y demás ralea, y también le hincaste el diente a lo que antes llamaban averiguaciones previas, que después se convirtieron en carpetas de investigación, que es lo mismo.
Y también visitabas agencias de ministerios públicos o atestiguabas la presentación de sospechosos en la Procuraduría General de Justicia, ahora llamada Fiscalía; entonces te las ingeniabas para meterte y preguntarles, sin que otros reporteros lo notaran —chacalear, le llaman en el ámbito periodístico— para que el presunto te contara los detalles.
Siempre cuidabas de no publicar sus nombres, sino el alias, pues de ellos sólo querías profundizar detalles y, algo muy importante, por qué lo hacían, qué los motivaba a cometer delitos. Algunos decían que no era tanto lo que les achacaba la autoridad, pues varios eran presentados como “reincidentes”.
Con el tiempo cambiaron las leyes y quedó prohibida la presentación de sospechosos ante los medios informativos, pero tú obtenías algunos detalles en documentos que te filtraban.
El primer expediente fue el de los llamados Narcosatánicos. Eran cientos de fojas. Manojos. Te pasabas las noches en un cuartito de la procu. Traías una grabadora y una libreta. Te acompañaba un funcionario.
Una de esas noches, el 13 de junio de 1989, escuchaste la llegada de varios autos, frenazos y chirridos, en uno de los cuales traían —después lo sabrías—a José Antonio Zorrilla Pérez, uno de los involucrados en el asesinato del periodista Manuel Buendía, a quien siempre admiraste; en ese instante era difícil reportear el hecho, porque estabas enclaustrado en un lugar del que no podías salir y en el diario urgía la historia de los asesinos comandados por José de Jesús Constanzo, quien, después se sabría, tenía un asombroso poder de manipulación entre sus cómplices, además de amenazados.
Para tener una visión más completa de aquella historia, que publicarías en varias partes, visitaste inmuebles en los que la banda había descuartizado a sus víctimas, hombres y mujeres, en supuestos ritos satánicos; había domicilios, incluso, que aún permanecían demarcados con cintas amarillas. De esa forma obtuviste elementos para una reconstrucción más amplia. Dos de esos edificios estaban, están, en las calles Pomona y en la esquina de Londres y Dinamarca, colonia Juárez. No eres supersticioso, pero dejaste de pasar varios meses por esos lugares, pues venían a tu mente las imágenes descritas y escritas por quienes habían cometido los múltiples asesinatos.
De esa zona también tenías buenos recuerdos, pues en la calle Dinamarca habías frecuentado talleres de narrativa y de poesía, impartidos por Augusto Tito Monterroso y el maestro Carlos Illescas. Éste último prefería una sala de arte para las sesiones, que de vez en cuando era visitada por Pita Amor, quien sin decir agua comenzaba a recitar sus poemas con el ímpetu que la definía. Electrizaba. Su voz retumbaba en la sala y sus ademanes y sus manos parecían cortar el espacio que abarcaba.
Todavía sigues contando la vida de otras personas, su labor y entorno, pero ya no el lado oscuro, pues aquellas historias negras eran redactadas durante noches y madrugadas, y hubo momentos en los que ya asomaba la fatiga y algo de paranoia mientras cruzabas las calles de una ciudad que engullía.