La expansión del parque vehicular suele presentarse como un indicador de desarrollo económico y dinamismo social. Sin embargo, bajo esa idea se oculta una verdad incómoda, que nuestra ciudad está diseñada para la circulación de automóviles, no para la vida digna de las personas.
En lo que va del año 2025, el parque vehicular del estado superó los 5.2 millones de unidades, con un crecimiento de más de 300 mil vehículos en menos de nueve meses, según datos del investigador Carlos Fernando Ruiz Chávez, del CUCEA. Este incremento vertiginoso —que coloca al estado como uno de los más motorizados del país— no es producto del azar. Es resultado de una política pública que ha privilegiado sistemáticamente la movilidad basada en el vehículo particular, en detrimento de cualquier otro modo de transporte.
Para dimensionar el fenómeno obsérvense que entre 2020 y 2025, en México se sumaron 4.4 millones de automóviles. Es decir, casi 900 mil autos nuevos por año. Tan solo en el Área Metropolitana de Guadalajara (AMG), el 56.46% del crecimiento vehicular se concentró en los municipios de Guadalajara y Zapopan, que agregan en promedio 187 vehículos por día. Y mientras eso ocurre, menos de 14 mil unidades de transporte público circulan en todo el estado, una cifra que contrasta con una demanda que supera en algunas zonas su capacidad, hasta diez veces.
Lejos de responder a una planeación urbana sostenible, esta expansión vehicular expone una ausencia de políticas efectivas de movilidad, en las que se priorice al peatón o al usuario del transporte público. La infraestructura urbana sigue pensada para facilitar el desplazamiento de vehículos privados, para ello los segundos pisos, ampliación de avenidas, pasos a desnivel y glorietas. Pero no se construyen banquetas seguras, carriles confinados o sistemas de transporte masivo eficaces, dignos y accesibles.
Las consecuencias son tan visibles como alarmantes. En términos medioambientales, cada automóvil emite entre 3.1 kg y 5.82 kg de CO₂ por día, lo que implica que tan solo en Jalisco podrían estarse generando hasta 170 mil toneladas de dióxido de carbono diariamente. Una atmósfera tóxica que genera graves problemas de salud pública, exacerbados por el congestionamiento, la invasión del espacio público por el comercio informal y la progresiva ausencia de cultura vial.
El modelo de ciudad centrado en el automóvil no solo contamina, también mata. Y no solo por los accidentes viales —de los cuales las motocicletas se han convertido en protagonistas principales, debido a su crecimiento descontrolado—, sino porque desintegra el tejido urbano, al crear entornos hostiles, que dificultan los desplazamientos seguros, especialmente para personas con discapacidad, infancias, mujeres y adultos mayores.
Las rutas peatonales no están diseñadas desde una lógica de accesibilidad universal. El transporte público no coordina frecuencias, no cubre zonas periféricas y mantiene una imagen de inseguridad, impuntualidad, suciedad e incomodidad. El resultado es que la movilidad se convierte en una carrera de obstáculos que excluye a quienes no pueden —o no quieren— adquirir un automóvil. Es decir, se vulnera el derecho a la ciudad, entendido como la posibilidad de acceder de forma equitativa, segura y sustentable a todos los espacios y servicios que ofrece el entorno urbano.
Resulta especialmente revelador que el 28.1% de los viajes diarios en el AMG se hagan en transporte particular, frente a solo un 21.6% en transporte público, según datos del POTMet 2024. Es decir, el modelo actual no solo favorece al automóvil, lo impone. El crecimiento disperso de las zonas urbanas, la falta de vivienda cercana a los centros de trabajo, la precariedad del transporte colectivo y la indiferencia hacia la movilidad no motorizada generan una demanda inducida de autos, que seguirá creciendo mientras no se diseñen políticas contra hegemónicas.
El paradigma que hoy predomina es socialmente injusto, ambientalmente insostenible y económicamente inviable. Es tiempo de trabajar en un modelo de movilidad que recupere el sentido de ciudad como espacio público compartido, donde moverse no sea un privilegio, sino un derecho. Que reconozca que la movilidad es, también, una forma de construir ciudadanía.