Cultura

La confesión de Batchelor

Corría el año de 1974 en Dharamsala, India, cuando el escocés Stephen Batchelor de veintiún años se ordenó como monje budista en la tradición tibetana Geluk, y pocos años más tarde lo haría en el Zen coreano. Era otro joven occidental “en el camino” que cumplía aquel imperativo generacional alentado desde los años cincuenta por la novela de culto de Jack Kerouac, por el sincretismo beatnik, heredero de Emerson y Whitman entre otros esclarecidos, y por las lecturas de autores de la contracultura que muchos adolescentes de entonces haríamos sin llegar a tanto atrevimiento: Aldous Huxley, Herman Hesse, Alan Watts, Alexandra David-Neel, Somerset Maugham, Allen Ginsberg o Gary Snyder, y clásicos orientales como la Bhagavad Gita, el Tao te King o El libro tibetano de los muertos.

Lo mismo que Arthur Schopenhauer en el siglo XIX, Batchelor resultaba un budista extraviado en Occidente. Indiferente a las enseñanzas escolares y ajeno a la perspectiva materialista de la clase media en la que había crecido, desencantado por la quiebra humana y la muerte espiritual de la época que lo rodeaba, trabajó en el servicio de limpieza de una fábrica, ahorró dinero suficiente y pudo dejar Gran Bretaña y después Europa, decadentes sitios de los que debía alejarse.

Vagabundeó por Oriente durante meses y escapó del compulsivo tiempo cultural contemporáneo para entrar a un espacio intemporal, otro mundo en el cual los valores de lo permanente y ancestral eran dominantes. Enfermó de gravedad en su peregrinaje, y al curarse ascendió a las montañas de Dharamsala, donde el Vaticano lamaísta se había asentado luego de la fuga del Dalai Lama y su corte desde el palacio del Potala en Lhasa, al suceder la invasión china al Tíbet.

La conversión de Batchelor al budismo tibetano fue inmediata y nadie tuvo que persuadirlo con argumentos o discusiones filosóficas. Su experiencia al haber enfermado y encarar la muerte lo había llevado a la acuciosa necesidad de reflexionar sobre el sentido de la existencia humana y su frágil brevedad. Entre otras sorpresas debidas a la ecuánime bondad que irradiaban los maestros que lo formarían, quedaría asombrado además por “el alegre torbellino de serenidad e inteligencia” que encarnaba el Dalai Lama.

Diez años después de haberse ordenado, sin estridencias como los recibió entonces, Batchelor colgaría los hábitos monacales. Las dogmáticas certezas del barroco budismo tibetano, una iglesia a fin de cuentas, le producían un efecto sofocante, en sus propias palabras, a diferencia de la escueta y lacónica incertidumbre fomentada por el Zen coreano, que lo llevaba intensa, y a veces ansiosamente, a la vida misma.

En el revelador y luminoso libro donde narra este proceso —un texto tan importante o más que su revolucionario Budismo sin creencias (Océano, México, 1994), aquella piedra de toque del budismo secular contemporáneo, una budología o budiatría que monjes y practicantes occidentales cimentarán en su encuentro con las enseñanzas originales del Buda, deconstruyendo los rituales mecánicos y los dogmas huecos de esta ciencia de la mente para regresar a sus liberadores contenidos—, Batchelor consignará: “‘Donde hay Gran Duda —afirma un aforismo Zen— se esconde un Gran Despertar’. Esta es la clave. La profundidad de cualquier comprensión está íntimamente ligada a la profundidad de la confusión en la que se asienta”.

Confesión de un ateo budista (Ediciones La Llave, Barcelona, 2012) reconoce y cultiva la Gran Duda, un estado no del todo espiritual o mental sino más bien una reverberación, como su autor la llama, de nuestro cuerpo y nuestro mundo que en su totalidad son puestos en cuestión. Un cuestionarlo todo desde una mente de principiante que contempla los fenómenos como si se presentaran por primera vez, al modo de un niño que los asume sin ningún prejuicio o estructura mental previa, contraria a la mente de especialista (que sabe mucho de muy poco), la cual invariablemente comparará toda circunstancia existencial con lo conocido para interpretarlo mediante algo que ya sucedió.

Las religiones niegan la duda y la reemplazan con la creencia en un ser creador, un origen principal y una causa metafísica. Representan un consuelo superficial proporcionado por las certezas. Pero el existencialismo agnóstico de Batchelor, más cercano a Heidegger y a Sartre que al corpus canónico del budismo tibetano, resumido en un koan racionalmente insoluble, “¿Qué es esto?”, es decir, la vida misma, significa cultivar la duda y valorar el desconocimiento, aceptar que no se sabe qué es esto.

“Decir ‘no sé’ no es, desde esta perspectiva, un reconocimiento de nuestra debilidad e ignorancia, sino un acto de honestidad, una aceptación sincera de los límites de la condición humana al enfrentarse a la gran cuestión del nacimiento y la muerte”, asevera este significativo libro fundacional.


AQ

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Fernando Solana Olivares
  • Fernando Solana Olivares
  • (Ciudad de México, 1954). Escritor, editor y periodista. Ha escrito novela, cuento, ensayo literario y narrativo. Concibe el lenguaje como la expresión de la conciencia.
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