Hasta 1945, el optimismo de la Ilustración y su ilusión del progreso determinaron en Occidente conciencias y actitudes. Reinaba un ánimo optimista que veía futuros prometedores. La bomba atómica arrojada en Hiroshima y después en Nagasaki anunció un cambio de época y la aparición de una violencia postrera. Entonces la Iglesia católica moderó sus frecuentes alusiones al Juicio Final y a la conclusión de los tiempos en su liturgia y sermones. Comprendió que la gente necesitaba consuelo y esperanza cuando parecía haberse rescindido el pacto entre el mundo y los seres humanos. Ante el desamparo social y cósmico que la destrucción nuclear representaba, el hombre volvió a convertirse en un problema para sí mismo y debió preguntarse de nuevo sobre su naturaleza más íntima ante un mundo súbitamente deshumanizado que lo hacía sentirse a la intemperie, sin hogar. Comenzó a haber tanto miedo que, socialmente, dejó de hablarse del miedo.
Excepto en el arte y la literatura distópica, en la reflexión filosófica y las industrias de la catástrofe, el miedo quiso contrarrestarse con una sensatez racional que apostaba por un cambio de rumbo. Entre las advertencias sobre la hecatombe que significaría una última confrontación mundial, Bertolt Brecht escribió: “La gran Cartago libró tres guerras. Seguía siendo poderosa después de la primera, aún habitable después de la segunda. Después de la tercera, ya no se le encontraba por ninguna parte”.
Hoy los miedos se han multiplicado al convertirse en “riesgos existenciales” para toda la humanidad: una guerra termonuclear generalizada, agentes biológicos (inducidos o naturales) de incontenible propagación, comportamientos destructivos no controlables de la IA, cuyos avances son exponenciales, cambio climático generalizado y agotamiento de recursos naturales. En el agobiante etcétera que seguiría a esta dramática lista está un fanatismo escatológico que busca acelerar el final de los tiempos y dar lugar a la llegada del Mesías. Solo esto explicaría la ya inadjetivable crueldad genocida del sionismo judío en Palestina y su afán de llegar a la batalla final de la humanidad: Armagedón.
El analista Federico Bischoff (Geopolítica.RU) recurre a Martin Buber en su novela Gog y Magog para explicar el pensamiento del judaísmo orientado hacia el fin de los tiempos: “El mundo de los pueblos se ha sumido en el caos y no podemos querer que esto cese, porque solo cuando el mundo se rompa en convulsiones comenzarán los dolores del Mesías. El cuerpo del mundo debe dar a luz con grandes dolores, debe llegar al borde de la muerte antes de poder nacer. […] Nosotros mismos debemos trabajar para que la lucha se intensifique hasta convertirse en los dolores del Mesías. Debemos esperar la hora en que se nos dé la señal… Entonces no se nos encargará apagarla, sino avivarla”.
Un concepto bíblico incorporado a la filosofía política, el katechon (“lo que retiene”), citado en la epístola de Pablo a los Tesalonicenses 2:6-7 —fuerza que retiene el caos y el mal— se ha identificado con un marco social y gubernamental que protege la vida colectiva. En el colapso actual del orden de seguridad global desde la Segunda Guerra Mundial, cuando la unipolaridad de la democracia capitalista liberal entra a un colapso sistémico, no a un ajuste táctico, y comienza un reequilibrio en un mundo donde ningún centro domina y en el cual EU disfraza de fuerza su retirada, ese elemento retenedor ha desaparecido.
El judaísmo fundamentalista cree que la llegada del Mesías está precedida de la reconstrucción del templo de Salomón en el Monte del Templo en Jerusalén. Para ello debe ser demolida la mezquita musulmana de Al-Aqsa, de 1,300 años de antigüedad. También debe ser destruido el pueblo palestino y todo Estado islámico que se oponga a ese mandato. Bischoff denuncia como “especialmente fatal” la alianza entre los judíos fundamentalistas y los evangélicos neoconservadores estadunidenses, que desde 1970 hasta hoy ha creado una simbiosis teológico-política entre la solidaridad incondicional con Israel y la pretensión de poder mundial de EU, rechazando toda política de distensión para justificar con mentiras y provocaciones las guerras crónicas contra los Estados islámicos.
Netanyahu necesita detener el tiempo para no dejar el poder y ser procesado por corrupción. De ahí su guerra permanente. Los judíos fundamentalistas y los evangélicos neoconservadores estadunidenses necesitan estallar el tiempo para dar paso al fin del tiempo. De ahí su búsqueda de la guerra definitiva.
Mientras tanto, el ejército israelí (el más moral del mundo, según Netanyahu) dispara a los niños palestinos que acuden a los sitios de distribución de comida según un patrón preestablecido: un día en el abdomen, otro en la cabeza o el cuello, y al siguiente en el brazo, en la pierna o en los testículos, denuncia un cirujano británico que trabaja en la Franja de Gaza.
Así, el fin de este mundo ya comenzó.