Ahora sabemos lo que deseaba el Toueyo. Tomó el control de Tula por medio de su cuerpo (metáfora del chile verde, o viceversa).
Luego se erigió como guerrero y logró una victoria para sí que —como leímos la semana pasada— le cobró muy caro a los toltecas.
Pero el nigromántico detrás del Toueyo no descansó. Se mutó de nombre y apariencia nuevamente.
Así, se colocó en medio del mercado, maquinando un nuevo embuste: en la palma de su mano hizo aparecer a un muchacho en miniatura y lo hizo danzar.
Aquella marioneta mágica no era más que Huitzilopochtli (El Colibrí Zurdo), el tercer nigromántico de aquella camarilla que se levantó en contra de Quetzalcóatl.
Con el tamaño de la diminuta ave, el joven bailaba en la palma del mago, como un trompo que gira en la mano de un niño.
La noticia corrió, y los toltecas, hechizados una vez más, se levantaron y fueron a mirarlo. Eran tantos que se empujaban unos a otros.
Así murieron muchos, ahogados por la densidad, pisoteados por la masa salvaje.
El hechicero repitió el embuste, acabando con gran parte de la población, hasta que incitó a la gente a apedrear al muchacho y, con este, a él mismo. Murieron los dos.
Bajo las piedras, los cadáveres se descompusieron y una nube de hedor ascendió, dispersándose.
La pestilencia, arrastrada por corrientes malignas, era tan insoportable que terminó matando a muchos más.
Poco después, apareció un ave blanca herida en el cielo, volando con una saeta, muy lejos de la tierra.
¿Una garza, un colibrí albino? ¿O quizá un cometa? No lo sabemos claramente.
Lo cierto fue que los toltecas contemplaron aquella escena con terror.
La ilusión celeste —cual chispas en campo seco— prendió la tierra. De pronto, la sierra de Zacatepec ardió en la oscuridad de la noche.
Los toltecas vieron aquellas llamas trepidantes, tiñendo el horizonte de escarlata y cargando el viento de chasquidos espantosos.
Todos gritaron: "¡Oh, toltecas, ya se nos acaba la fortuna! ¡Nuestro modo de ser, nuestra cultura se termina! ¡Ay de nosotros! ¿A dónde iremos?”.
Y por si no fuera poco, el mismo nigromántico del chile verde hizo llover piedras en vez de agua.
Entonces, como si el nuevo dios les ofreciera una alternativa falsa para evitar la catástrofe total, dejó caer una piedra muy grande desde el cielo, a la que llamaron téchcatl.
Aquella roca debía ser usada —nada más y nada menos— para sacrificios humanos.
En ese momento, apareció una vieja en Chapultepec Cuitlapilco, que vendía banderillas de papel.
¿Qué era, en verdad, aquel objeto? Otro aspecto de la magia, como el chile, el tambor, la marioneta en la palma de la mano y el cometa en el cielo.
Quienes compraban una banderilla —como los marchantes en un mes patrio— se convencían, sin más, de morir.
Luego, como autómatas, iban al téchcatl, donde eran ejecutados inmediatamente.
La Serpiente Emplumada había fundado una civilización que rechazaba los sacrificios humanos.
Ahora, sus enemigos habían invertido el orden y, como un nuevo presidente y su partido con la magia negra de la ley, habían impuesto la muerte en una trampa sin sentido ni ritual, imagen del caos.
El pueblo tolteca se preguntaba: “¿Qué es esto que nos está sucediendo?".
Y como cualquier nación en crisis, quedaron sin luz ni voluntad, cada vez más hundidos en el desastre.
Con miradas de cristal, se veían unos a otros, como borrachos, como locos.
¿Qué otro embuste sellaría aquel Apocalipsis? ¿Dónde estaba Quetzalcóatl?
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