Es casi un deporte nacional quejarnos de la oposición que tenemos en México. Es el discurso fácil, pensar que no hay alternativas de gobierno porque no hay una oposición sólida en el país. La realidad es más compleja que eso. La cooptación morenista de los espacios de poder ha dejado a la oposición arrinconada, desarmada y con poca capacidad de influir en el devenir político de México. La Presidencia es omnipotente desde el sexenio pasado, no negocia; el Congreso es espejo de las mayorías calificadas del Gobierno; el Poder Judicial es una caja de resonancia de los deseos de Claudia Sheinbaum; la sociedad civil está desmovilizada y fracturada, y los medios de comunicación más influyentes han movido ficha a favor del régimen. Frente a eso, la oposición se encuentra en un estado de permanente impotencia.
Sin embargo, si hacemos un análisis numérico, podremos identificar que en México sí hay base ciudadana de oposición y los partidos políticos que la vehiculan han recibido un mandato muy claro de frenar las reformas más nocivas propuestas por Morena. Me remonto a la última elección intermedia. Las candidaturas del PAN/PRI/PRD + MC lograron evitar la mayoría calificada de Morena y sus satélites (incluso obtuvieron más votos 45% vs. 42%). Eso supuso que naufragara la reforma eléctrica y la reforma política (luego convertida en el Plan C). También la oposición ha logrado frenar a Morena en el corredor del Bajío Jalisco-Querétaro y en la Laguna. Es cierto que la unión entre partidos ha desdibujado las identidades de cada uno de los integrantes de la coalición, pero no olvidemos que el objetivo era mucho más importante: detener la deriva autocrática. Se logró con López Obrador; no se ha podido lograr en el actual sexenio.
Este contexto político ha provocado que las oposiciones comiencen a recalibrar sus estrategias rumbo a las intermedias de 2027 y a las elecciones presidenciales de 2030. Existe un pesimismo crónico en la oposición: es imposible vencer a Morena. La estructura territorial, los programas sociales o la popularidad presidencial son montañas muy difíciles de cruzar. No obstante, casi todas las encuestas demuestran que la mitad o un poco más de la mitad (50-55 por ciento) está dispuesto a votar por partidos que no son ni Morena ni integrantes de su coalición. A diferencia de lo que algunos ven como una realidad incuestionable, México es todo menos un país monocolor. Existen diferencias muy claras por estado, clase social, zona de residencia (urbano/rural) y nivel educativo.
A pesar de eso, la posibilidad de rentabilizar el voto opositor en una alianza comienza a desvanecerse. Si algo podemos aprender de los países que han sido capturados por regímenes autocráticos o de partido único, es que la oposición pensó antes en sus intereses que en bienes mayores como la democracia y la libertad. Polonia, Hungría, Venezuela, Argentina, El Salvador o Nicaragua, son ejemplos. Cuando la oposición quiso encontrar vías de unidas, las rutas de acceso al poder estaban totalmente clausuradas. La apuesta del Partido Acción Nacional de construir una plataforma política en solitario -sin coaliciones (sólo las que convenga como en Nuevo León o tal vez en Jalisco)- deja el camino abierto para que Morena ratifique su mayoría calificada en 2027. La fragmentación política favorece al régimen. Usted imagine una elección con un polo oficialista (Morena, Verde y PT) más los partidos de reciente creación que la mayoría pretenden ser rémoras del régimen, frente a una serie de partidos en solitario que se asumen como “las oposiciones” (PAN, PRI, MC). A esto hay que sumar que las nuevas reglas electorales -que se discutirán a partido de enero- favorecen a Morena porque incrementan el peso de los diputados de mayoría relativa y debilitan la importancia de la representación proporcional. Si avanzan estas reformas, no es descabellado pensar que Morena pueda retener la mayoría para cambiar la constitución con el 40% de los votos. La inevitabilidad del triunfo de Morena puede incluso tumbar la participación electoral a mínimos históricos.
De esta realidad, se desprenden tres ideas centrales. La primera, PAN, PRI y MC priorizan sus intereses económicos y les importa poco la deriva autoritaria del país. La oposición se vuelve funcional al régimen: cobra su dinero por existir -mantiene una burocracia aplaudidora- y no ponen en peligro las mayorías del régimen. Es una reminiscencia a los años del partidazo. En aquellos días, el PRI entendió que cierta oposición vociferante, pero imponente, le convenía para legitimar su poder.
Segundo, Morena tiene garantizada las mayorías que necesita. En una elección con un alto componente de elecciones de mayoría en los distritos, Morena podría ser competitivo incluso en demarcaciones que solemos asociar con partidos de oposición. Será el más alto de los enanos y eso paga en un sistema que favorece las mayorías, y resta peso a la proporcionalidad del voto.
Y tercero, esta vuelta al pasado nos retrotrae a los años donde el contrapoder se construía desde los estados y lo local. Al carecer de vehículos sólidos para disputarle el poder federal a Morena, las pugnas locales son de vital importancia. Las campañas electorales municipales o estatales en escenario de poca disputa federal, se deciden por factores estrictamente locales: aprobación de gobernantes, seguridad, servicios, escándalos, etc.
La decisión del PAN de terminar de matar cualquier esbozo de coalición opositora pone una alfombra roja para que Morena mantenga todo el poder en los siguientes años. El PAN se recarga en el voto más de derecha del país (que no es mayoritario) para vivir cómodo del presupuesto y no amenazar el imperio de Morena. En un par de años pasamos de la pugna por el control de las cámaras a la rendición. Hoy Morena puede hacer lo que quiera con el país sin controles, contrapesos o resistencia. El PAN despertó, dicen algunos, pero para acordarse de que sus prerrogativas son más importantes que el futuro democrático de México.