
El sacrificio masivo de prisioneros y esclavos en tiempos de los mexicas podría inducirnos a pensar que la autoridad castigaba la blasfemia con la muerte, como los inquisidores de la Contrarreforma, pero hay muchas pruebas de que sucedía lo contrario: el poder toleraba reclamos airados contra la injusticia divina, no sólo en los “cantos de angustia” de los poetas cortesanos, sino en algunas manifestaciones de la fe popular. Los nobles versados en teología increpaban a Ometéotl, el dios creador del universo, por regocijarse con el triste destino de los mortales: “¡Nadie es amigo del que da la vida! Él nos atormenta, él es quien nos mata”, deplora Nezahualcóyotl, y en otros poemas lo acusa de ser un solitario amargado que mata por hastío a sus criaturas. De hecho, el tópico más insistente de la poesía náhuatl es el “yo acuso” a una omnipotencia divina que hubiera podido conceder al hombre la vida eterna, y sin embargo lo condenaba a reptar cuatro años en las cavernas del Mictlán, antes de darle la puntilla definitiva. Antítesis del misticismo imperialista que preconizaba la religión oficial, esas efusiones líricas declaraban sin ambages que la divinidad había traicionado al género humano. No hay en ellas el menor asomo de ateísmo: sólo la fe de un hijo dolido por la indiferencia paterna.
El pueblo no empleaba un lenguaje florido para sublevarse contra los dioses, pero sus injurias denotan el mismo resentimiento. En varios textos recogidos por los informantes de Sahagún, algunos enfermos descontentos con Tezcatlipoca lo interpelan con rispidez por la ineficacia de sus plegarias: “¡Oh, puto miserable! ¿Ya tomaste placer conmigo? Mátame rápido” (véase Guilhem Olivier, Tezcatlipoca. Burlas y metamorfosis de un dios azteca). Lo más asombroso era que el dios no se enojaba por esos insultos y a veces curaba a sus agresores. “Tezcatlipoca era llamado cuiloni, homosexual pasivo”, apunta Olivier, pero el transgresor supremo que determinaba el destino humano jamás prestaba atención a los improperios de sus criaturas.
Por su empeño civilizador, Nezahualcóyotl fue el principal representante de los ideales toltecas durante el imperio mexica. Sin embargo, el rey de Texcoco nunca invocó a Quetzalcóatl en sus poemas. Sólo percibimos la sombra protectora de la Serpiente Emplumada cuando se ufana de haber compuesto cantos que lo harán perdurar, pero esa fe en los poderes de la palabra no mitiga su miedo a la muerte física. El dios a quien lanzó duros reproches no era exactamente Ometéotl, sino la deidad creada por su primer desdoblamiento, es decir, Tezcatlipoca, en alguna de sus tres manifestaciones (el Tezcatlipoca rojo, el negro y el azul, éste último, identificado con Huitzilopochtli). De modo que el pueblo y la nobleza blasfemaban contra el mismo verdugo de la humanidad, si bien podían alabarlo en los himnos religiosos, donde se humillaban ante su poder.
La influencia del cristianismo, una religión erigida sobre la premisa de que Dios ama al género humano y desea salvarlo, nos impide apreciar sin distorsiones el temple religioso y blasfemo de los antiguos mexicanos. Para ellos la crueldad era un atributo indisociable del comportamiento divino. Los caprichos y los enojos gratuitos de los dioses los mantenían en ascuas, pues de nada servía agasajarlos con ofrendas: en cualquier momento se podían volver en contra de un feligrés ejemplar. Quetzalcóatl era un dios civilizador que deseaba mejorar sus condiciones de vida, pero la experiencia indicaba a todos los hombres, sabios o incultos, que por encima de él había una fuerza ciega situada más allá del bien y del mal. Los nahuas tenían que adorarla por miedo, aunque estuvieran convencidos de su perfidia. En esto los poetas de la corte coincidían con el vulgo. Pero la certeza de que la vida humana valía poco o nada para algunos dioses, quizá despertó un afán de emulación que justificaba los sacrificios de prisioneros o esclavos.
Aquellas matanzas con música hipnótica y danzas frenéticas provocaban una catarsis colectiva porque en ese momento sus actores y espectadores podían actuar con la misma irresponsabilidad del Creador. La alegría de matar se contagiaba a los niños, que aplaudían y aullaban de frenesí cuando el cadáver de un prisionero rodaba por las escaleras del gran teocalli. Desde luego, los macehuales creían que sin sacrificios humanos el sol dejaría de salir en cualquier momento, pero adoraban bajo coacción, con un fervor adulterado por el rencor, al ogro que amenazaba con sepultarlos en las tinieblas. El dogma de la infinita bondad divina fue el mayor acierto propagandístico del cristianismo, ¿pero no será también su mayor engaño? Con la idea de un dios misántropo y cascarrabias, los aztecas tal vez andaban más cerca de la verdad.