La semana pasada participé en el Segundo Foro de Novela Histórica celebrado en Panamá, junto con seis escritores de habla española unidos por la afición a profanar tumbas. No conocía a ninguno ni ellos me conocían a mí, un hecho significativo, pues denota el aislamiento de nuestras repúblicas literarias. Las organizadoras del evento, Mariela Sagel y Julieta de Arango, estaban mejor informadas al respecto que los propios participantes, tal vez porque los ratones de biblioteca no estamos atentos a las novedades editoriales. La integración cultural de Latinoamérica sería factible si nuestros pueblos conocieran mejor la historia de sus vecinos. La novela es el instrumento ideal para lograr ese acercamiento, porque sus estrategias de seducción y su libre acceso a la vida interior de los personajes le dan una ventaja sobre la historia a secas, pero un conjunto de añejos factores políticos, sociales y mercadológicos tienden a propiciar un desconocimiento mutuo de nuestra historia, enraizado, por desgracia, en viejos y persistentes hábitos de lectura.
Daniel Cosío Villegas fundó el Fondo de Cultura Económica con la idea de revertir esa balcanización, topándose desde entonces con obstáculos que siguen vigentes: “El lector americano es lo que yo llamaría un lector lunático —declaró a una revista argentina en 1941—. América ha conquistado la independencia política y económica, pero no la independencia cultural. Se vive en este aspecto una actitud de coloniaje. Mantenemos una constante expectativa de lo que puede llegar de Europa, desdeñando sistemáticamente en todos los órdenes lo que se produce en Latinoamérica”. Ponía como ejemplo la negativa de un librero colombiano a exhibir en sus anaqueles la Evolución política del pueblo mexicano de Justo Sierra, alegando que las obras de interés local no tenían salida en su mercado (citado por Enrique Krauze en Daniel Cosío Villegas: una biografía intelectual).
Una de las enseñanzas que me dejó el foro de Panamá fue la existencia de dos grandes grupos entre los cultivadores del género: los historiadores que incursionan en la ficción y los fabuladores que reinventamos la historia, cada bando con sus propias reglas del juego. El español José Luis Corral, representante del primer equipo, señaló que una de las pifias más frecuentes del novelista histórico es el “presentismo”, es decir, endilgar a los personajes del pasado conductas, filias o fobias contemporáneas. Yo creo, por el contrario, y así lo dije en el foro, que la principal tarea del novelista histórico es actualizar el pasado, es decir, identificar todo aquello que nuestros antepasados comparten con el hombre contemporáneo. El alma humana es inmutable aunque todo cambie a su alrededor. Nuestro oficio se asemeja al del automovilista que mira con el rabillo del ojo el espejo retrovisor, sin perder de vista el camino que tiene delante. Desentenderse del presente al reconstruir el pasado es una misión imposible, y aunque coincido con Corral en la necesidad de evitar los anacronismos, nuestra meta más alta quizá consista en crear una “nueva antigüedad”, el efecto de ilusionismo que, según Baudelaire, Víctor Hugo logró con Nuestra Señora de París.
En la mesa de clausura reconocí, en señal de mea culpa, mi supina ignorancia de la historia de Panamá, que me propongo subsanar leyendo, de entrada, las obras de Juan David Morgan, el novelista histórico más aclamado de su país, que hizo en el foro un recuento muy brillante de las luchas pacíficas libradas por su pueblo, el único que alcanzó la independencia sin derramamiento de sangre. Tal vez por ser un puente entre dos océanos, Panamá combina la apertura comercial con la cultural y sus escritores, me parece, perciben con lucidez el carácter artificial de nuestras fronteras. Las taras genéticas del nacionalismo son el santo y seña de la identidad latinoamericana. ¿Cuántos fantoches erigidos en símbolos nacionales regenteaban y regentean la riqueza de nuestras repúblicas? Paradójicamente, algunos de los asistentes al foro hemos ridiculizado “la religión de la patria”, invocada sin cesar por los caudillos del siglo XIX, y sin embargo padecemos sus consecuencias.
Una buena novela histórica no exige al lector un conocimiento previo de su época ni del escenario donde transcurre, pero los cartabones de mercadotecnia nos encierran en un gueto cultural cercado con alambre de púas. En una de sus delirantes arengas, Mussolini atribuyó a las fronteras un carácter sagrado. Por desgracia, su ideología está resurgiendo en Europa y Estados Unidos, ahora como argumento para expulsar o rechazar inmigrantes. Sería terrible que América Latina también se subiera a ese carro. Un mundo con literaturas divorciadas es el mejor caldo de cultivo para el fascismo.