Cultura

Princesas esquivas

Luis M. Morales
Luis M. Morales

Una situación típica de los cuentos de hadas, la del príncipe convertido en sapo que recupera la forma humana gracias al beso de una princesa, deja en el inconsciente de los varones una huella que perdura más allá de la infancia. Infinidad de soñadores adultos anhelan ese milagro, si bien aspiran a lograrlo emprendiendo la conquista de una dama elegante, sofisticada y cosmopolita que los ennoblezca por arte de magia. Pero incluso las princesas que frecuentan charcos tienen un sexto sentido para saber si un sapo se las merece o no. Esa prueba de fuego, fatal o enaltecedora para el ego masculino, establece un mecanismo nivelador, similar al juego de serpientes y escaleras, que determina la verdadera valía de un amante. Los machos heridos por los fallos adversos de sus amadas transitan en poco tiempo de la vanagloria al masoquismo. De hecho, los mexicanos nos regodeamos tanto en la derrota del orgullo viril que “Fallaste corazón” debería ser nuestro himno nacional.  

Rubén Darío no se creía “el rey de todo el mundo”, pero sí un cisne del Danubio confinado a los pantanos del trópico. Plebeyo con alma de aristócrata, le arrancó gemidos de placer y fulguraciones inéditas a la lengua española. Si la suerte en el amor dependiera del genio se hubiera merecido a la reina de Saba, ya no digamos a una princesa. Tal vez ningún poeta de la historia tuvo mayores ambiciones eróticas, pues Darío creía merecer a una emperatriz borbónica dotada con todas las perfecciones: hermosura, garbo, inteligencia, refinamiento, sensualidad juguetona y réproba. Sus poemas logran hacernos creer que departió con beldades rutilantes en los salones de Versalles. Pero la biografía amorosa del “divino Rubén” no fue un palmarés triunfal escrito con letras de oro, sino un papel carbón arrugado. 

En la juventud, cuando su fama empezaba a despuntar, tuvo la oportunidad de casarse con Rosario Murillo, una “garza morena” de la alta sociedad nicaragüense, que se le entregó antes del matrimonio. Guapa, rica, inteligente, culta, era la esposa ideal para un joven soñador y ambicioso. Pero ¡oh desengaño! Como Rosario había perdido la virginidad antes de conocerlo, y en aquel tiempo la honra del varón residía en la entrepierna de todas las mujeres que lo rodeaban (esposa, novia, madre, hijas, hermanas, abuelas), Rubén salió huyendo de Nicaragua cuando la familia Murillo ya había anunciado la boda.  

En la madurez, el alcoholismo y las deudas lo apartaron sin remedio de su ideal femenino. Amancebado con Francisca Sánchez, una baturra analfabeta a quien conoció en España cuando ya era una celebridad autodestructiva, ni de lejos olió jamás el perfume de una princesa. Para colmo, Francisca lo increpaba a diario porque Rubén dilapidaba el gasto familiar en sus borracheras. No tenía en casa una interlocutora, sino un vulgar sargento con pelos en las axilas. La pobre Paca fue la única mujer en el mundo que pudo aguantarlo, pero en vez de corresponderle con humildad, se hundió más aún en el vicio hasta que murió de cirrosis. Como a todos los poetas malditos, lo mató el divorcio entre la realidad y el deseo. 

Acabo de ver en HBO una gran película de Bob Rafelson, Mi vida es mi vida, cuyo protagonista, el joven Bobby Dupea, interpretado por Jack Nicholson, incurre en un autoengaño similar al de Rubén Darío. Hijo de un pianista consagrado, Bobby se rebela contra la figura paterna y abandona el conservatorio para trabajar en un campo petrolero, donde se liga a Rayette, una bonita rubia proletaria, a quien trata con desdén y condescendencia. Sólo la quiere para la cama, reservándose su entrega total para una mujer inteligente y culta, con quien pueda encender lo que Octavio Paz llamaba “la llama doble”. Más tarde, cuando Bobby vuelve a la casa familiar, tiene un fugaz amorío con su cuñada Catherine, también pianista, una mujer inteligente y sensible, a quien le propone que ambos abandonen a sus respectivas parejas. Pero Catherine ha descubierto ya su personalidad narcisista y le propina un descolón rotundo. El final de la película, en el que Bobby abandona cobardemente a Rayette, sugiere que su búsqueda de la mujer ideal está condenada al fracaso, tal vez por una falla congénita en la formación del carácter.

Ante la proliferación de parejas donde el hombre o la mujer parecen degradados por voluntad propia, la gente ingenua se pregunta: ¿cómo puede un genio vivir con esa palurda?, o ¿por qué una mujer tan encantadora soporta a ese patán? Si las almas tuvieran ventanas quizá encontraríamos un equilibrio secreto entre ambos platillos de la balanza, pues el orden social es injusto, pero en el reparto de parejas dictado por dios nadie obtiene más de lo que vale. Si Rubén y Bobby hubieran alcanzado a la mujer ideal, no habrían ascendido en la escala zoológica: más bien hubieran convertido a sus princesas en ranas.


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Enrique Serna
  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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