
En otras épocas, la poesía tuvo un arrastre popular enorme, pero su caída en el hermetismo, el reino de la charlatanería preciosista o delicuescente, le ha cortado tanto el aliento que en la actualidad la mayoría de los poetas sólo se leen entre sí. Al conceder el premio Nobel a Bob Dylan, la Academia sueca intentó revertir esa tendencia, recordándole al mundo que las canciones de los juglares pueden tener igual o mayor vuelo imaginativo que el mester de clerecía. En su larga carrera de rocanrolero, Jaime López se ha dado tiempo para escribir poemas sin música o, mejor dicho, poemas que llevan la música por dentro. No es fácil rescatar a la poesía mexicana de las garras de la cultura libresca, pero López lo ha conseguido con un raro talento para profanar la grandilocuencia, a la manera de los goliardos que irrumpían con su jarana en los conventos de la Edad Media. Desde la aparición de su Lírica en 1997, algunos críticos advertimos el carácter singular de su búsqueda literaria, que paraba de cabeza fraseología culterana. Las giras y los conciertos, las grupis y los reventones de la farándula lo mantuvieron muy ocupado durante casi treinta años, pero acaba de sacar un segundo libro, Paramecio y el Cantar de Casimiro (Katakana Editores), donde refrenda su envidiable destreza para jugar con las palabras y “torcerles el rabo”, como quería Octavio Paz.
Dividido en dos partes, una colección de haikus y una autobiografía en octosílabos, el nuevo libro de López es la obra juvenil de un poeta maduro que se mira al espejo con una sonrisa irónica. La brevedad del haiku exige condensar al máximo el significado, y al mismo tiempo, descubrir filones de oro en el jardín de la analogía. Es la prueba de fuego para cualquier poeta, pues en ese género la iluminación en estado puro se despoja de cualquier artificio retórico. La mayor virtud de Paramecio es el encanto de los haikus eróticos. Algunos botones de muestra para despertar el apetito de los lectores: “Por el desierto/caminaba con ella/sembrando huertos”. “En tu entrepierna, / del silencio al suspiro, /hablo otra lengua”. “Me gusta estar/ desde el zaguán al fondo/ ahí en tu hogar”. “Oh, son del alma/ la morada divina, / por Dios, las nalgas”. “Viene a mi cuarto/con ella algo del Mar/Mediterráneo”.
Recuento de obsesiones, fantasías obscenas, ajustes de cuentas con amantes ingratas, viajes al fondo de úteros insondables y escenas pantagruélicas de la vida noctámbula, el “Cantar de Casimiro” se podría definir como una autobiografía picaresca, si ensanchamos los límites de ese género para incluir en él algunos himnos a las maravillas de la existencia que rompen con el tono socarrón y alburero. En su afán por satirizarlo todo, Casimiro, un claro alter ego del autor, se mofa del cuerpo y sus apetitos con un humor tabernario: “Qué buena época loca/en que buen Sancho uno era/de puerta en puerta trasera/sin condón, sin cubrebocas”, pero en otros momentos el donjuán chocarrero y gandaya deja escuchar otra voz, la más personal de López, en la que se toma en serio el amor o su vocación de poeta, sin caer, desde luego, en el engolamiento de los buscadores de prestigio que miran de reojo a la posteridad. En los pasajes grotescos del cantar, López muestra cierta afinidad con la literatura de la onda, pero cuando se eleva por encima de su natural propensión al desmadre parece un émulo de Sabines, Angel González y otros grandes maestros de la poesía coloquial: “Seguramente bien sabes/que todo empieza en un beso, /así, como agua al beber, / y por acá, piel adentro/ hay un gran universo/ en donde puedes caer”.
El Cantar de Casimiro fluctúa entre el epigrama humorístico y lo que algunos hispanistas llaman “poesía de arte mayor”. Uno puede imaginarse al autor leyendo sus versos en una cantina, pero en una cantina frecuentada por lectores exigentes. Su experiencia en el ámbito de la canción popular le permite conectar con un vasto auditorio, entremezclando varios niveles de significado, como si los pasajes satíricos fueran el anzuelo para llevarnos a los poemas ambiciosos. Al hablar de sus encierros, las horas de recogimiento dedicadas a la escritura, Casimiro confiesa su empeño borgiano por inventarse una tradición: “Mis encierros están hechos/ de la máquina del verso/ de ese péndulo obsesivo/ donde se columpia el tiempo/ del rasguño de la trompa/ del fonógrafo que entona/ una tradición que invento”. En efecto, la aventura literaria de Jaime López no brota de la nada: tuvo precursores dentro y fuera de México, pero el carácter inconfundible de sus canciones y sus poemas confirma que ha renovado esa tradición con un sello propio. Un libro de poesía dirigido al gran público es un desafío por partida doble. Ojalá los oyentes de López acepten su invitación a “soñar en verso”.