El asesinato del líder limonero Bernardo Bravo en Apatzingán y, 13 días después, el homicidio del alcalde Carlos Manzo en Uruapan es la evidencia de un cambio profundo en el crimen organizado: los jefes ahora prefieren los tiros de precisión antes que disparar a mansalva.
Me explico: la organización Causa en Común contabiliza cada año las “atrocidades” cometidas en México y en ese registro anota las masacres, es decir, el asesinato de tres personas o más en un mismo hecho. Gracias a ese trabajo minucioso es que hoy sabemos que los cárteles optan cada vez menos por los asesinatos en masa y ahora prefieren elegir cuidadosamente a sus objetivos letales, como activistas o alcaldes incómodos.
En 2020, la organización civil contó 672 masacres. En 2021 la cifra bajó a 529. Para 2022 el conteo cayó a 500. En 2023 descendió hasta 447. En 2024 otra vez bajó, aunque ligeramente, a 442. Y hasta junio de este año van 200, lo que proyecta que este 2025 el total podría rondar los 400. Se trata de una caída sostenida desde hace un lustro.
Esto no significa, necesariamente, que el crimen organizado esté bajando las armas, sino que las empresas criminales en México se están adaptando a los nuevos tiempos.
Veamos, por ejemplo, lo que sucedió a Los Zetas. En 2015, su último año de la plenitud del poder criminal, su arrogancia era conocida ampliamente en el país porque habían construido una marca de horror sobre un largo historial de crímenes con saldos fatales de hasta tres dígitos (la voz popular cuenta que en la matanza de 2011 de Allende, Coahuila, perecieron unas 300 personas) y masacres con altas cifras de letalidad como 72 migrantes asesinados en San Fernando, Tamaulipas, 52 clientes quemados del Casino Royale en Monterrey, Nuevo León, o 49 supuestos rivales ejecutados en Cadereyta.
Su estrategia era simple: causar enormes daños a la mayor cantidad posible de personas. Esto causaba terror en la población y les permitía tomar territorios completos y convertirlos en centros de operaciones y zonas de silencio. El plan funcionó en los años en que comenzaron a separarse del Cártel del Golfo y buscaban una identidad propia, pero rápidamente esa violencia masiva los convirtió en una amenaza para el Estado mexicano y otros cárteles. La consecuencia fue recibir ataques simultáneos que los puso rápidamente al borde de la extinción.
Esa lección parece que ha sido aprendida por otros grupos criminales: las masacres son un mal recurso del uso de violencia, pues generan presión internacional, causan indignación nacional, movilizan a las Fuerzas Armadas y pueden provocar un levantamiento social. Es “autocalentarse” la plaza. Esa asimilación parece acompañada de un giro estratégico: preferir blancos específicos, cuyos asesinatos generen la misma reacción que una matanza —miedo, silencio, desmovilización— pero sin el costo de decenas de cargos de homicidio.
El asesinato del líder limonero Bernardo Bravo tiene el mismo efecto que una matanza de decenas de agricultores: el crimen logró callar la única voz fuerte que hablaba, sin anonimato, del calvario que es la extorsión en Tierra Caliente. Al matarlo, “asesinó” a un gremio entero que ahora guarda un sepulcral silencio frente al acoso del Cártel Jalisco Nueva Generación y Cárteles Unidos.
Lo mismo sucede con el homicidio del presidente municipal Carlos Manzo: quien ordenó matarlo, en realidad, busca exterminar a una generación de servidores públicos jóvenes que se preparan para tomar decisiones radicales en seguridad para desterrar al crimen organizado. El asesino no buscaba sólo matar a un valiente alcalde, sino borrar las esperanzas de decenas que lo admiran y que ahora ven con terror que pueden convertirse en las próximas víctimas, a pesar de fama y escoltas. Una masacre virtual.
Frente a este cambio del crimen organizado, el gabinete federal de seguridad tiene el enorme reto de actuar con mayor firmeza que la usual para resolver una masacre y enviar un mensaje a los perpetradores de que un balazo no vale menos que una lluvia de municiones.
Que un tiro de francotirador hacia un político aguerrido o una ráfaga hacia una multitud provoquen siempre la misma respuesta del Estado: una persecución implacable.