Son las doce de la tarde en punto. Desolada certidumbre de mediodía. María Teresa Martínez y tres amigas se arremolinan a ver la enésima repetición de Marimar frente a un aparato empolvado, en el patio de la tienda de abarrotes de Collantes. De vez en cuando pasa alguna camioneta que va a los campos de papaya. Los conductores tocan el claxon y las saludan.
—Todo mundo ya sabe en qué acaba esa telenovela… —provoco a María Teresa.
—Pero hay que recordarlo —responde carcajeando la mujer de cuarenta años.
Ella está recargada en la barda, lleva short rojo y camisa rosa con negro. Sus tres amigas están sentadas en sillas de plástico con la marca Corona. Beben la tercera cerveza del día. El termómetro marca 33 grados, aunque da la sensación de que hace más calor.
—¿Le gusta mucho Marimar?
—Sí, es buena la Marimar…
—¿Y las noticias no las ve?
—Sí, para ver lo que pasa en otros lados.
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“Bienvenido a Corralero, aquí no hay ricos, pura gente jodida habemos”, me dice Máximo Mayren, el agente municipal de este pueblo asentado a la orilla de Oaxaca, junto al Pacífico. La lancha recorre una laguna vecina al mar y avanza a buena velocidad, aunque el motor, viejo y ruidoso, detiene su marcha a veces, exigiendo un mecánico.
Leonel es un hombre de más de cuarenta años y de soltura para hablar. Lo hace con el acento costeño marcado. Mientras pasamos cerca de un inmenso follaje verde en tierra firme, me dice: “ahí, entre esos árboles de esa isla, está el cementerio de nuestro pueblo. A como vamos, a ver si no falta lugar al rato para que entremos todos”.
Corralero es uno de los centenares de pueblos marginados de Oaxaca. Sus habitantes son en su mayoría mexicanos negros, descendientes de esclavos traídos de Sudán, Guinea y Costa de Marfil hace más de cuatrocientos años. “Mi padre era blanco y mi madre morenita”, dice Máximo en algún momento de la conversación. “Por eso salí así”, precisa, mientras señala la piel cobriza de su brazo.
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A la gente de Collantes y de Corralero no le gusta ir a la capital del individualismo frenético. “La gente nos ve feo en la Ciudad de México”, me dice Ninfa Serrano, quien ha tenido que ir un par de veces a la Central de Abastos chilanga, donde el camarón se paga mejor que en Acapulco. “Me miran como si tuviera un mal”, cuenta mientras atiza una olla enorme donde hierve marisco que le traen los pescadores de Corralero.