A Sofía, que alguna vez compartió mis colaboraciones en sus redes
Ayer, México celebró la fiesta de los fieles difuntos. Fue un día de altares y fotografías, de velas encendidas frente a la memoria y de aromas que nos vuelven a la infancia.
Pan de muerto, cempasúchil, papel picado, rezos… y ese silencio que sólo se escucha cuando los fieles difuntos vuelven a visitarnos.
Este año fue particularmente significativo para mí.
Si bien alguna vez participé de manera aleatoria o indirecta montando un altar, esta vez tomé la iniciativa de hacerlo desde el corazón: imaginé un altar con las tradiciones ancestrales y ese sincretismo que los mexicanos llevamos en el alma.
Entre releer a Séneca (el arte de morir) y a Delphine Horvilleur (vivir con nuestros muertos), hasta recordar el mambo de la tía Ofelia —por poner un ejemplo—, el ejercicio resultó tan reflexivo como entrañable.
Cada foto recortada fue un pequeño diálogo; cada vela, una plegaria convertida en pensamiento.
“Todo tiene su tiempo… tiempo de nacer y tiempo de morir”, nos recuerda el Eclesiastés.
Y en esa frase caben todas las edades del alma. Morir no es un fracaso: es llegar a la meta. Es completar el círculo de la vida de manera definitoria.
Pero a veces lo olvidamos, como si la muerte fuera una intrusa y no una comensal que siempre ha estado en nuestra mesa.
Séneca, desde su serenidad estoica, nos enseñó que vivir bien es aprender a morir bien. “Para aprender a morir hace falta la vida entera”, sentenció.
Y qué razón tenía. Su Arte de morir no es un tratado fúnebre, sino un canto a la serenidad, a la aceptación de lo inevitable y al valor de la virtud frente al miedo.
Delphine Horvilleur, en cambio, nos habla de una muerte más próxima, más humana: la que se sienta con nosotros en el café o nos acompaña en el recuerdo.
Ella dice que “la espiritualidad de la muerte es la que devuelve vida al mundo”.
Es decir, no hay muerte que no contenga una enseñanza, ni duelo que no esconda un renacimiento.
Vivir con nuestros muertos (o mejor dicho, con nuestros fieles difuntos), es seguir conversando con ellos en la memoria, es no dar por terminado el amor sólo porque la vida cambió de forma. Que paradoja, nacemos y morimos llorando.
Y en medio de ambas visiones —la racional de Séneca y la afectiva de Horvilleur— aparece Joan Chittister con su sabiduría cíclica: “Todo tiene su tiempo”.
Ella nos recuerda que morir también es una estación espiritual.
Que, así como el otoño desprende las hojas para que llegue el invierno, nosotros debemos soltar etapas, personas y certezas para dejar paso a lo nuevo.
Quizá por eso el altar de muertos tiene tanto poder: porque convierte la ausencia en presencia y el recuerdo en gratitud.
Porque al montarlo, entendí que no sólo se honra a los que se fueron, sino que también se reordena la vida de los que quedamos.
En un mundo que huye de la muerte y la oculta detrás de diagnósticos y algoritmos, recordar a los fieles difuntos es un acto de amor y de lucidez.
Es resistir la prisa, detenerse, mirar hacia atrás con ternura y reconocer que sólo quien acepta su fin puede vivir en plenitud.
La muerte es inevitable y día a día el tiempo corre.
Al final, como escribió Horvilleur, “la muerte es más universal que la vida: todos mueren, pero no todos viven”.
Y yo agregaría: vivir con los fieles difuntos es seguir aprendiendo el arte de morir un poco cada día… para que cuando llegue el momento, la muerte nos encuentre vivos de verdad.
@CUAUHTECARMONA