En días pasados conmemoramos el Día Mundial de la Salud Mental, una fecha que más que celebrarse, debería sentirse.
No basta con consignas ni campañas: se trata de mirarnos con ternura, de reconciliarnos con lo que somos y con lo que aún late adentro de nuestro ser y darle la debida importancia al órgano más importante donde habita la mente, el cerebro.
Después de la pandemia, el ser humano comprendió que no hay cuerpo sano si el alma se ha quedado sin voz.
En el encierro, muchos descubrimos lo vulnerable que somos y que la muerte es lo único seguro que tenemos.
Aprendimos que el silencio no siempre es vacío; a veces, es refugio donde estuvimos hiperconectados a través de las redes sociales.
La comunicación y convivencia fue vía zoom o de forma remota. Muchas prácticas se pusieron de moda y aparecieron otras formas de trabajo como el “home office”.
Pero por otro lado nos hicimos adictos a las redes, a la dopamina de los algoritmos que nos entretienen mientras nos distraen de nosotros mismos.
Los dispositivos nos hicieron babear como el perro de Pavlov.
Después de casi seis años, hemos comenzado a reencontrarnos: en la charla que no necesita pantalla, en el café que se enfría entre risas, en el abrazo que no se publica, en la oración que nadie ve.
Y también —por qué no decirlo— en el norte, en las carnitas asadas o discadas y en las bohemias donde se cultiva la amistad, porque, como diría Cicerón, una vida sin amigos no merece la pena ser vivida.
Desafortunadamente se han acentuado vacíos sobre todo en muchos jóvenes que no encuentran un sentido a la vida. Preocupa el aumento de los suicidios, ese grito sin eco de quienes están desorientados.
A ellos debemos mirar desde su dolor y acompañarlos construyendo esperanzas.
Como señaló Zygmunt Bauman, vivimos en una sociedad líquida, donde todo fluye y nada permanece.
Pero incluso en medio de esa fluidez, hay anclas invisibles: el amor, la amistad, la memoria, el canto, la fe. Son esos hilos los que impiden que la mente se disuelva del todo.
El filósofo Byung-Chul Han nos recuerda que habitamos una sociedad del cansancio, donde cada uno se autoexplota creyendo que se realiza.
Frente a ese vértigo, el psiquiatra Viktor Frankl propone recuperar el sentido: vivir no para rendir, sino para servir; no para poseer, sino para trascender.
Y quizá, para cuidar la mente, haya que volver a las pequeñas cosas.
A esas que, como cantó Joan Manuel Serrat parecen dormidas en un cajón, en un papel o en un rincón y que nos hacen llorar cuando nadie nos ve…
Porque la salud mental también consiste en llorar sin miedo, en reír con gratitud, en volver a emocionarse por lo simple.
En reconocer que la vida sigue teniendo sentido, aunque duela; que aún hay belleza en lo frágil, verdad en lo cotidiano, y esperanza en lo humano donde el alma tiene que regocijarse en el cuerpo y el espíritu.
Y: ¿Quién dijo que todo está perdido?
@CUAUTHECARMONA