En política, los movimientos por insignificantes que sean no mueren: se transforman, regresan y a veces se repiten como ecos de batallas que nunca terminan.
Lo ocurrido ayer en el Zócalo con la marcha Z, es un episodio que no puede analizarse de forma aislada.
Tiene antecedentes, motivaciones profundas y una estructura que me remonta a la llamada Marcha Rosa, que en su momento se presentó como defensa del Poder Judicial, pero terminó siendo un mitin contra el expresidente López Obrador.
Ayer, en el Zócalo, ocurrió algo similar bajo un disfraz distinto.
Decir que una marcha exige seguridad es legítimo. En democracia no puede negarse el derecho a disentir.
El problema no es el fin declarado, sino la incongruencia entre el mensaje y los medios.
Porque cuando un movimiento que dice clamar por paz aparece acompañado de violencia, destrucción y provocación, la finalidad queda anulada por su propio método.
El pez por su propia boca muere dice el refrán popular.
El Zócalo fue testigo de esa contradicción.
Lo que se presentó como demanda de justicia terminó encarnándose en escenas de agresión: jóvenes encapuchados con martillos, palos, sierras eléctricas y piedras.
No es la imagen de la indignación civilizada, sino la del odio performativo.
No es la “animalidad política” de la que hablaba Aristóteles, sino la bestialidad que surge cuando la razón abandona el alma humana.
Schopenhauer, filósofo alemán nos ilumina la escena. En su libro sobre el arte de insultar, advierte que cuando una causa pierde la razón, recurre al ataque personal:
“Uno dirige su ataque a la persona del adversario; uno se torna insultante, maligno, ofensivo, grosero.” La violencia, verbal o física, aparece como sustituto de la argumentación.
Es fundamental aclararlo: esto no fue una marcha de la Generación Z. Esa generación, diversa pero lúcida, ha mostrado una clara inclinación hacia el progresismo social, la justicia redistributiva y el humanismo político que encarna la presidenta Claudia Sheinbaum.
Lo de ayer fue, más bien, un intento desesperado de sectores opositores por envolver su enojo con el papel celofán de la juventud.
Pero la vejez no se puede ocultar…
El Zócalo, corazón histórico del país, se convirtió así en un espejo. De un lado, la narrativa del agravio y la rabia envuelta en falsos simbolismos juveniles.
Del otro, la narrativa de un proyecto político que, con datos y apoyos verificables, ha encontrado en la ciudadanía, incluyendo a las generaciones jóvenes, un respaldo firme y consciente.
Estoy convencido que la presidenta Claudia Sheinbaum enfrenta este momento con serenidad, firmeza y responsabilidad.
Su mandato no está sostenido en el miedo, sino en una visión humanista del Estado y de la vida en comunidad.
Y es precisamente esa visión, profunda, racional, científica y solidaria, la que irrita tanto a quienes ayer marcharon en violencia.
Porque cuando un país se mueve hacia la justicia social, los privilegios tiemblan.
En suma, la Marcha Rosa y la marcha de ayer comparten un mismo fin: la resistencia de una minoría a aceptar que México cambió. Que la gente eligió.
Que el pueblo, en libertad, decidió mantener un proyecto que no privilegia élites, sino derechos.
Nadie en su sano juicio estará a favor de la violencia y de las injusticias.
Lo verdaderamente importante, lo que define este tiempo histórico, es que la mayoría del país sigue eligiendo con paz, con claridad y con esperanza.
Sigue construyendo. Sigue apostando por el humanismo mexicano.
Y sigue defendiendo una transformación que no se basa en el odio, sino en la dignidad y en la razón.