El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, no es un episodio aislado ni un eco más en el largo registro de violencia que ha azotado al estado de Michoacán.
Es, más bien, un golpe al corazón del orden público, una herida abierta en la idea misma de Estado.
Cuando el poder legítimo se ve vulnerado en su forma más elemental —atentar contra un alcalde en funciones—, la pregunta no es “quién lo hizo”, sino “quién lo mandó matar”.
Los prianistas son expertos en asesinarse y cometer crímenes de estado. Pero esas, esas son otras historias…
Vivimos tiempos donde los “micropoderes” se multiplican: pequeños grupos armados, cacicazgos y autodefensas que operan bajo una lógica de sombra aún continúan operando en la clandestinidad en algunos municipios.
Como bien describe Moisés Naím en su libro El fin del poder, estamos frente a un fenómeno global en el que las estructuras tradicionales de autoridad se erosionan, y el poder ya no se ejerce, sino que se fragmenta cuando hay desorden.
Desde mi propia lectura, recurro a una metáfora que ayuda a entender el contexto actual: La Entropía. En física, la entropía mide el grado de desorden de un sistema. Mientras mayor es, menor energía disponible queda para mantener su estructura.
La presidenta Sheinbaum, formada en el rigor del positivismo científico, sabe que todo fenómeno tiene una causa y una evidencia.
Por eso, me atrevo a extender esa noción al terreno político: cuando un municipio o estado federado pierde cohesión, el desorden crece y la energía social se disipa en caos y violencia.
En ese sentido, la entropía es el enemigo invisible del orden público.
El secretario de Seguridad Pública, Omar García Harfuch, tiene en sus manos una tarea que exige experiencia y capacidad que defiende con creces.
El respaldo de la presidenta es total, y eso debe entenderse no como un gesto político, sino como un mandato moral: el Estado no puede retroceder ante delincuentes locales ni permitir que el municipio se convierta en la trinchera más débil del país.
El municipio es la célula viva de la república. En él reside la comunidad, la voz inmediata del ciudadano, el primer rostro de la política.
Y, paradójicamente, también es la línea más delgada: allí donde el poder es más humano, es también donde más duele perderlo.
Los gobernadores de los estados, como entes de autoridad y máximos responsables en su territorio no pueden mirar hacia otro lado. Les corresponde tomar al toro por los cuernos, sin cálculos ni pretextos.
No tengo duda de que la política de seguridad del gobierno federal es la correcta: atender las causas, reconstruir el tejido social y devolverle a la autoridad su legitimidad moral a través del gabinete de seguridad. Pero esa política debe blindarse ahora con eficacia, firmeza y presencia.
México no puede volver a los tiempos en que la muerte gobernaba, como ocurrió en los años más oscuros del calderonismo, cuando el país entero parecía un cementerio por una guerra estúpida y sin sentido.
Si algo duele ver, es a autoridades asesinadas. Eso obliga a corregir rumbos y tácticas, e intervenir de forma directa.
El Plan Michoacán por la Paz y la justicia se ha puesto en marcha.
Estoy seguro de que a la presidenta y su secretario de Seguridad no les temblará la mano para reforzar los ejes de la estrategia nacional de seguridad pública.
La mayoría de los mexicanos confiamos y estamos seguros de que habrá resultados.
Tenemos una presidenta ejemplar. Sin duda estoy seguro que detesta el desorden y el caos. Ejercer el poder del orden.