En el corazón de toda ciudad moderna late una tensión permanente entre sus índices de crecimiento y la calidad de vida de las personas que la habitan. Tensión que se refleja, por ejemplo, en el hecho de que más del 80% del PBI mundial se genera en ciudades al tiempo que 1,000 millones de personas viven en asentamientos informales sin acceso adecuado a servicios básicos. En América Latina y el Caribe, el 80% de la población ya es urbana, pero más del 30% enfrenta dificultades para acceder a vivienda digna y transporte eficiente.
De la misma forma, el desarrollo urbano representa parte de cómo las personas codifican y definen su participación ciudadana y el funcionamiento de las democracias de las que son parte. ¿Cómo se precisan los límites en la transformación de una ciudad? ¿Quién tiene voz en los procesos que determinan su presente y su futuro? Una serie de preguntas que a priori son fundamentales si queremos construir ciudades más justas, sostenibles e inclusivas para todos.
Para ofrecer respuestas a estos interrogantes es prioritario cerrar brechas estructurales y superar barreras como la falta de información, el acceso desigual a herramientas digitales, la fragmentación territorial y la desconfianza institucional que han caracterizado a los sistemas democráticos de los últimos años. El desarrollo urbano debe ser parte de procesos abiertos, deliberativos y participativos que permitan, a su vez, generar mecanismos de consulta, co-creación y control social.
En ese contexto, la participación ciudadana se constituye como columna vertebral del urbanismo, en tanto la toma de decisiones por parte de los ciudadanos incide de manera directa sobre su entorno, no solo para la mejora de la calidad de las políticas públicas, sino para el fortalecimiento del tejido democrático. Los gobiernos locales tienen la responsabilidad de diseñar estrategias que sean inclusivas, que reconozcan la diversidad de voces y saberes presentes en el territorio y que, sobre todo, garanticen que esos canales sean efectivos, accesibles y representativos. Además, la participación ciudadana en el desarrollo urbano tiene un impacto directo en la sostenibilidad. Las ciudades enfrentan desafíos complejos —como el cambio climático, la movilidad, la vivienda o la seguridad— que requieren soluciones integrales y contextualizadas.
Para todo esto, es clave garantizar que las capacidades de los Estados aseguren que las decisiones sobre el territorio respondan al interés público y no a lógicas excluyentes. Allí se juegan, en última instancia, los procesos de transparencia, rendición de cuentas y de creación de marcos normativos que regulen el uso del suelo, la inversión pública y la planificación estratégica a nivel local. Esto demandará, como explicaba el docente e historiador, Carlos Acuña, reconocer la importancia de esas instituciones en el marco de las relaciones sociales de que son parte.
En definitiva, pensar el desarrollo urbano desde la participación ciudadana es reconocer que las ciudades no son solo obras de infraestructura, sino también comunidad. Es entender que cada decisión urbana es una decisión política, y que la democracia, en su expresión más profunda de sistema que organiza la convivencia en torno a principios de igualdad, pluralismo y justicia, se juega en todos lados. Y debe, sin duda alguna, generar los deliveries correspondientes que ayuden a satisfacer las necesidades y urgencias de nuestra población.