“Algunas bebidas tienen la peculiaridad de perder su sabor, su gusto y su razón de ser cuando las tomamos en algún lugar que no sea un café”, comentó el escritor Joris-Karl Huysmans a mediados del siglo XIX. El Correo de la Unesco está dedicado este mes al café, declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. No sólo a la bebida (el café turco, árabe, expresso, cortado, irlandés, el café con leche), sino al espacio y a la cultura que está a su alrededor.
El café es la bebida más consumida en el mundo, después del agua y del té. Alrededor de 100 millones de personas (propietarios, trabajadores, proveedores) viven de ese grano que produce América, África y el este de Asia. Su economía representa, año con año, un mercado de 17 mil millones de dólares.
La planta era estimulante, descubrieron los árabes que primero bebieron el qahwa en Oriente Medio. Su grano era molido y tostado, y luego vertido en un cazo con agua, que era puesto a cocer en el fuego. Mantenía el espíritu despierto y animado. Hoy sabemos que es la fuente de una droga llamada cafeína, utilizada por la planta como parte de su mecanismo de defensa química contra los herbívoros. La cafeína es de hecho la droga legal más consumida en el planeta, la que más adicción produce en sus habitantes. Año con año, el equivalente a 100 mil toneladas de cafeína pura es consumida en el mundo.
Pero más que una bebida, el café es un lugar y un hábito: es el espacio y la cultura alrededor de esa bebida. Los cafés están situados en un ámbito intermedio entre lo público y lo privado. Proporcionan espacios de encuentro, lugares donde es posible hallar un refugio al anonimato de las ciudades. “En torno a una taza de café se han concluido contratos, se han debatido ideas y se han escrito libros”, dice Agnès Bardon, jefa de redacción de El Correo de la Unesco. “En virtud de su historia o de su arquitectura, algunos establecimientos han llegado a ser auténticas instituciones y constituyen hoy un patrimonio que los ayuntamientos tratan de proteger. En algunos de los más ilustres parecen pulular todavía los fantasmas de los artistas que los frecuentaron, como en el café A Brasileira de Lisboa, donde acudía regularmente Fernando Pessoa, el London City de Buenos Aires, refugio de Julio Cortázar, o el Hotel Imperial de Viena, que tanto apreciaban Sigmund Freud y Stefan Zweig”. La autora olvidó añadir al Café Procope, fundado en París en 1686 por el siciliano Francesco Procopio. El Café Procope era frecuentado al principio por actores y bailarines; luego por pensadores y revolucionarios. Uno de ellos fue el periodista Camille Desmoulins, quien, en vísperas del 14 de julio de 1789, organizó, ahí, la toma de la Bastilla. Con ello seguía una vieja tradición: la que liga a los cafés con las revoluciones. El café fue visto con suspicacia por todos los poderes establecidos en Europa, desde que fue introducido en el siglo XVII, no porque fuera un líquido oscuro proveniente de un lugar exótico en África, ni porque produjera una excitación que parecía diabólica, sino porque era una bebida que los hombres tomaban en compañía de otros hombres, en un sitio llamado, por extensión, café, lo que les daba la ocasión de reunirse para platicar de temas prohibidos, y conspirar.