La ciencia ha tenido siempre una relación difícil con los defensores del dogma, que son la Iglesia y el Estado. Desde tiempos muy antiguos, el cristianismo y el islamismo defendieron el dogma: afirmaron que todo lo que era importante saber acerca del mundo ya era conocido, estaba revelado en la Biblia y el Corán. En tiempos más recientes, el nazismo y el comunismo enfrentaron a la ciencia (judía la llamaban unos, burguesa la tildaban otros) en su lucha por imponer el dogma del Estado. Todos ambicionaban mantener al pueblo unido bajo una idea. Ninguno de ellos aceptaba, por eso, la primacía de la duda, que es el fundamento de la ciencia.
Yuval Noah Harari dedica el capítulo 14 de su libro Sapiens a la revolución científica que puso fin a la complacencia dogmática que prevaleció en Europa durante la Edad Media. “El descubrimiento de la ignorancia”, lo titula, y reflexiona así: “La ciencia moderna se basa en el precepto latino ignoramus: no lo sabemos. Da por sentado que no lo sabemos todo. E incluso de manera más crítica, acepta que puede demostrarse que las cosas que pensamos que sabemos son erróneas a medida que obtenemos más conocimiento. Ningún concepto, idea o teoría son sagrados ni se hallan libres de ser puestos en entredicho”.
Quizás el enfrentamiento más célebre entre la ciencia y el dogma ocurrió a principios del siglo XVII, durante el juicio de Galileo Galilei. En 1513, Copérnico había presentado sus ideas en un opúsculo conocido por su título en latín, el Comentariolus. Su objeto era facilitar la descripción de los movimientos en el cielo con la propuesta de una hipótesis (heliocéntrica, no geocéntrica) distinta a la de Ptolomeo, cuyo pensamiento había dominado durante más de 13 siglos la astronomía en Europa, con la bendición de la Iglesia. Galileo dio un paso más: demostró que no todos los astros giraban alrededor de la Tierra, pues probó con su telescopio que Venus, por ejemplo, daba vueltas en torno del Sol. Es decir, afirmó que las ideas de Copérnico eran, en realidad, no solo una hipótesis, sino una descripción del universo. Así lo hizo en Considerazioni circa l’opinione copernicana, un libro que tiene un estilo irónico y mordaz, distinto al lenguaje más introvertido de Copérnico. El heliocentrismo contradecía algunos pasajes de la Biblia, como aquel del Libro de Josué donde el Profeta le ordena al Sol detenerse en el firmamento: el dogma, así, tenía que poner alto a la ciencia del astrónomo de Pisa. Estalló en 1616 un proceso que culminó en 1633, cuando Galileo tuvo que abjurar de sus ideas ante el tribunal de la Inquisición. Fue entonces, según unos, que pronunció la frase Eppur si muove (Y sin embargo se mueve), que aparece por primera vez en 1640 en un cuadro dedicado a él poco antes de su muerte, obra del pintor Bartolomé Esteban Murillo.
La ofensiva del gobierno de México contra los científicos del Conacyt es muchas cosas, pero también es un ejemplo del enfrentamiento del dogma con la ciencia. El gobierno no tolera la duda ni el cuestionamiento, que son los fundamentos de la ciencia. No acepta que su dogma sea puesto en entredicho por nadie, ni tolera que le pidan pruebas para sostener lo que afirma. Quiere someter al pensamiento, que es siempre independiente.
Carlos Tello Díaz
Investigador de la UNAM (Cialc)
ctello@milenio.com