Quién iba a decir que el oficio de la publicidad se iba a trastocar tanto con la irrupción de los medios digitales, al grado de modificar los hábitos de consumo de la gente, pero también para heredar algunas características que han sido propias de los publicistas a lo largo de la historia.
Bajo la máxima de “si no se registra en video, o ya de perdiz en foto, nunca pasó”, estar subido en la cresta de la ola publicitaria implica familiarizarse con los reels que publican los “hacedores de contenido” de las redes sociales.
En esta época, si alguien quiere saber qué tan recomendable es un concepto basta y sobra con que se busque en internet para que aparezcan hordas de hijos de vecino que, transmutados en influencers, han consagrado alma, vida y corazón al oficio más antiguo del mundo.
Eso significa venderse ante el mejor postor ofreciéndole caricias a modo, mientras se ensalzan virtudes que supuestamente corresponden a su amo temporal.
No deja de ser curioso cómo los antaño líderes de opinión han sido desplazados por esos entes que se pavonean al saberse seguidos y considerarse favoritos de una generación para la cual representan su peso en oro, aunque sea chapa.
Siguiendo como modelo de negocio la vieja confiable del intercambio o la colaboración, muchos de ellos han sacado la puerca del mal año comiendo como nunca, disfrutando los placeres que brinda la necesidad de los tenderetes de contar con público y dándose vida de pachá como si no hubiera mañana.
Y todo porque se encontraron con la gallina de los huevos digitales de oro que valora la sobreexposición mercadológica, al tiempo que legitima la presencia de seres con nulas credenciales para hablar de prácticamente ningún tema, mientras se erigen en iniciados.
Me queda claro que para todo mundo sale el sol y que alguna vez todos fuimos primerizos en algo, pero de ahí a pretender que la vida funciona con la simpleza de un discurso cuya mayor complejidad reside en la edición del video que enarbola, hay una gran distancia.
Desde luego, el minimalismo neuronal que acompaña muchas de estas producciones encuentra razón de ser y mercado meta en un sector que se conduce de manera consecuente, lo que a todas luces redunda en un ejercicio de congruencia existencial.
Ante semejante despliegue de ocurrencias, no queda sino añorar los tiempos en que la publicidad significaba otra cosa. Por fortuna, Benito, El conejo malo, se ha convertido en embajador de marca de calzoncillos y eso es toda una noticia. Ya lo decía Leonard Cohen: hay una grieta en todas las cosas y es por donde entra el sol.