Cada vez que escucho el corrido *30-30* pienso en mi abuelo, campesino de Arandas, que tocaba la armónica como si cada nota trajera de vuelta la milpa perdida. La pobreza tenía cielo, no techo; y en las manos de las mujeres, el peso de lo cotidiano: moler, cargar agua, criar. Nadie lo llamaba trabajo, pero lo era.
Hace unas semanas, viendo a agricultores bloquear carreteras, volví a él. “Sin campo no hay país”, decían los carteles. En esas imágenes faltaban ellas: las que siembran, deshierban, administran cooperativas o venden su maíz sin figurar como propietarias. Las mujeres del campo siempre han estado, pero seguimos sin verlas. También eso es violencia: la que borra.
Desde finales de los noventa, el Estado promete incluirlas. Cambian los nombres de los programas, no las raíces. Se repiten palabras nobles: apoyo, acompañamiento, capacitación y se omiten las decisivas: propiedad, herencia, poder. La tierra sigue teniendo nombre de hombre. Se las trata como beneficiarias, no como sujetas de decisión.
La verdadera reforma pendiente es la del poder: paridad en los órganos ejidales, herencia compartida, derecho a hablar y decidir sin permiso. Que su conocimiento valga tanto como el del hombre que siempre firmó por ellas. La igualdad del papel debe vivir en la práctica.
El artículo 4º constitucional proclama la igualdad entre mujeres y hombres; la CEDAW y la Convención de Belém do Pará obligan a eliminar toda forma de discriminación. Pero mientras la asamblea ejidal siga siendo un espacio donde las mujeres “acompañan” sin votar, el derecho será letra seca.
En Oaxaca, Chiapas o Guerrero, muchas ya hacen lo que el Estado promete y no cumple: siembran maíz nativo, manejan huertos, conservan plantas medicinales y enseñan a las niñas que la tierra también puede ser suya. No piden caridad, sino reconocimiento. Su lucha es silenciosa, pero es política.
Las feministas urbanas nos manifestamos cada 25 de noviembre, pero rara vez pensamos en ellas: las que alimentan al país desde la invisibilidad. No bastan programas ni discursos. La justicia agraria empieza por la voz: por saber que se puede decidir. El conocimiento es la primera tierra que hay que sembrar.
Cuando eso ocurra, la armónica de mi abuelo sonará distinta.
La tierra cantará, por fin, con las voces de las mujeres que la trabajan.
Tal vez entonces la justicia deje de dictarse desde el escritorio y empiece, al fin, a escribirse con las manos que siembran.