Llueve con furia. Hidalgo vuelve a mojar sus heridas: calles inundadas, autos varados, casas anegadas, vidas perdidas. Cada temporal repite la misma escena: el exceso que destruye y la carencia que persiste. El agua se acumula donde sobra y falta donde más se necesita. La paradoja es tan vieja como injusta: abundancia que ahoga, escasez que enferma.
Hace unos meses hablábamos de crisis hídrica, de presas exhaustas y sequías. Hoy el agua cae a raudales, pero no en las llaves que deberían abrir derechos. La lluvia alivia el calor, pero no la desigualdad. Porque aunque el agua cae sobre todos, no a todos llega.
En los barrios sin red hidráulica, el agua sigue siendo una batalla diaria: mujeres que cargan cubetas, niños que faltan a la escuela, comunidades que esperan la pipa como si fuera un milagro. Y mientras tanto, los campos de golf se mantienen verdes y las fuentes comerciales nunca se apagan. El agua, que debería ser derecho, se convierte en privilegio. Esa diferencia no es poética: es salud, educación, vida o muerte.
Si John Rawls caminara por estas calles anegadas, recordaría su “velo de la ignorancia”: diseñar el mundo sin saber qué lugar ocuparás en él. ¿Serás el niño sin agua o el rico con regaderas automáticas? Desde esa ceguera hipotética nace la justicia como equidad: que lo poco alcance primero a quienes menos tienen.
Amartya Sen lo diría sin metáforas: la justicia se mide en lo que la gente puede hacer con lo que tiene. ¿Pueden abrir la llave y encontrar agua limpia hoy? Si llueve, pero nadie puede guardarla ni usarla, entonces no hay justicia.
La justicia también se piensa en voz baja: en la vecina que reparte cubetas, en la broma amarga de lavar en un aljibe comunitario. Allí también se sueñan derechos, aunque nadie los nombre.
México pierde casi el 40 % del agua potable en fugas, mientras millones esperan una pipa. La justicia, como el agua, tiene que circular. No puede quedarse estancada en discursos ni represas de privilegio. Solo cuando llegue a todas las casas, la lluvia será alivio y no amenaza.
Hasta entonces, cada tormenta seguirá cayendo con el peso de lo injusto.
Y seguirá siendo, como cantaba Dylan, una lluvia dura.