Cindy nació con glaucoma, una enfermedad que aumenta la presión en los ojos. Desde niña le dijeron que, tarde o temprano, perdería la vista. Los medicamentos ayudaban a retrasar el proceso, pero llegaría un momento en que dejarían de surtir efecto. Ese día llegó cuando tenía 13 años.
Lo difícil no fue la oscuridad, sino la hostilidad: el bullying, la inaccesibilidad, una tristeza que dolía más que la propia ceguera. La depresión la tenía acorralada, hasta que su mamá encontró un escape en un volante pegado en la Casa de Cultura de Monterrey: “Clases de canto, 200 pesos al mes”. Decidieron probar. Ese intento se convirtió en tabla de salvación: cantar no solo le devolvió confianza, sino que además fue el inicio de un destino inesperado.
El gusto por la música ya venía de antes. A los diez años había descubierto en YouTube El fantasma de la ópera, con Sarah Brightman y Antonio Banderas. La interpretación la deslumbró: el poder de la voz, la fuerza escénica, la capacidad de transmitir un mundo emocional dentro de una canción. Esa experiencia quedó grabada como chispa de lo que más tarde sería su pasión.
Desde los 15 años Cindy comenzó su entrenamiento como cantante. Decidió hacerlo como quien se prepara para una competencia: su hermosa voz no es un privilegio ni un milagro, sino el resultado de su constancia. Todos los días, como atleta de alto rendimiento, trabaja en su pasión. “Noventa y ocho por ciento es disciplina”, dice. “El resto es aire y corazón”.
Su corazón ha sido mucho más importante que ese pequeño porcentaje, porque su deseo de cantar fue tan grande que estudió música en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ahí pasó sus años de formación académica, entre clases, instrumentos y escenarios universitarios. En 2020 concluyó sus estudios: había vencido las barreras educativas convencionales.
Pero la vida después del título le ha puesto otras pruebas. Decidió mudarse a Guadalajara, donde había conseguido empleo en una empresa con un programa de inclusión laboral. La promesa sonaba bien, pero la realidad fue dura: sueldo mínimo y una sensación de estar en el último lugar de la fila. “La empresa se preocupaba más por sus propios intereses”, dice. El dinero que ganaba no alcanzaba para vivir. Fue entonces cuando una amiga le lanzó una idea que parecía impensable: comprar una bocina y salir a cantar al centro. Al principio dijo que no: le daba un poco de pena y mucho miedo. Sin embargo, la necesidad fue más fuerte. Y así, la calle se convirtió en su escenario.
“Ese primer día no se me olvida. Estaba muerta de nervios, llena de dudas, sin saber qué iba a pasar. Pensaba que tal vez nadie se detendría, o que se burlarían. Pero no fue así: la gente paraba, me escuchaba, me daba las gracias. En ese momento el miedo se convirtió en certeza. Me di cuenta de que lo que hacía tenía valor, que cantar en la calle era algo que la gente apreciaba y que incluso podía ser relajante para ellos. Desde entonces, descubrí que cantar en las plazas es de las experiencias más bonitas de mi vida”.
El optimismo de Cindy es contagioso. Su energía es enorme: “Por las tardes suelo cantar tres o cuatro horas, hasta que la bocina se queda sin batería. Y agradezco que sea así, porque si fuera por mí, me quedaría todo el día. Cuando canto, el tiempo deja de existir: las horas se me van como si fueran minutos y lo único que queda es la música flotando en el aire”, dice con una sonrisa que abarca la Plaza Fundadores.
“Yo estoy enamorada de Guadalajara, de su gente”, remarca. “Yo vengo de Monterrey, una ciudad grande e industrial, donde la prisa marca el paso. Aquí encontré otro ritmo: personas que se detienen a escuchar, a platicar, a compartir un recuerdo a partir de una canción. Muchas veces me dicen: ‘Esa melodía me recuerda a mi mamá’, o ‘la cantaba mi pareja cuando nos conocimos’. Siento que lo que estoy haciendo impacta en algo, que está repercutiendo en las personas que van pasando por aquí, y yo con eso me doy por bien servida”.
Su historia podría contarse como una cadena de obstáculos vencidos: la ceguera, la depresión, el sueldo mínimo, el miedo al ridículo. Pero Cindy no la narra así. Prefiere hablar de constancia, de disciplina, de amor por lo que hace. Y sobre todo, de una certeza que repite cada vez que alguien le pregunta por su filosofía de vida: “Nunca es tarde para dejar lo que incomoda, ni para empezar algo distinto, ni para vivir de verdad tu propósito”.
La gente pasa con prisa a nuestro lado, pero cuando ella canta, algo se detiene. Los pasos se frenan, los recuerdos regresan, el entorno se siente vulnerable y humano. Cindy perdió la vista, pero nunca perdió el rumbo. Y eso es más de lo que muchos pueden decir de sí mismos.
