¡La Ciudad!
Nueva Carta de Relación sobre la Ciudad de Guadalajara. Me asenté en Guadalajara, una ciudad de ángeles de lodo y demonios de azúcar, donde la pureza tiene el rostro torcido; son comunes los monstruos de terciopelo, las afroditas infernales y los santos corruptos. Aquí se pueden encontrar almas de bondad pestilente, gracia supurante, dulzura salvaje y ternura carnívora.
En cuanto a sus hombres, observo que están hechos de acero sensible e ira gentil. De las mujeres, diré que son de una fe lujuriosa, sudores divinos y belleza depredadora. He conocido —con el sano propósito de ser un buen informante— sus pecados más esperanzadores, su pudor ardiente, sus gritos tibios y sus ímpetus germinales. He aprendido tanto de la calidez animal de una inocencia obscena como de la sabiduría erótica de una furia lúcida, agresiva y precisa.
Al caminar por su Avenida Juárez, que es ancha y céntrica, se pueden escuchar los ruidos flácidos de distintas música gelatinosas; en caso de avanzar hacia la Catedral, se impone el bullicio de la gente, que produce olas de rumores mestizos, para dar paso después a la arrugada melodía de un grupo de mariachis. El barullo se torna amorfo al tomar calles menos concurridas, hasta que termina por convertirse en un silencio maleable.
Aquí hay muchas iglesias; tantas, que compiten en cantidad de sucursales con los OXXO. Como ocurre en todo nuestro territorio, en la plaza principal bosteza la bandera. Hoy no hay viento, así que la patria luce cansada, quizá fastidiada por la melancolía folclórica de una cultura autoparódica, que no se cansa de jurar amor eterno con una euforia resignada. Sin embargo, hay algo más allá de las imágenes rancias y empalagosas con que se proyecta al exterior este sitio: he experimentado una luz de cereza al amanecer, ocasos carnosos, la lujuria de árboles y flores que proliferan con una alegría primitiva, así como gentes de amabilidad testaruda, compasión armada e inocencia curtida.
En época de calor, el sol produce un esplendor agobiante, mientras que en temporada de lluvias, el cielo se colma por su rebaño de esculturas líquidas, mismas que se vacían con el entusiasmo de un dolor dulce, como si la ciudad se arrepintiera de sus pecados y al mismo tiempo se alegrara por confesarse. Usualmente estos aguaceros se acompañan de truenos blandos, muy húmedos, y se pueden avistar relámpagos flexibles. En cuanto a la circulación vial, es de una ansiedad rítmica. Se forman largas líneas de coches —abarrotados de histeria— que se amontonan, con la psicosis acompasada de una locura metódica, en un pánico disciplinado.
En la llamada Glorieta de Niños Héroes (renombrada como “De los Desaparecidos”) el silencio es inflamable y poroso, espejo de una justicia gangrenada. La colonia Americana, emblemática de la ciudad, presenta una particular elegancia agónica, como el resplandor exhausto de un candor envenenado. A pesar de ello, es más hermosa que otras colonias más ricas, que han sido colonizadas por el lujo tóxico, ese éxtasis enfermo que produce la abundancia estéril de las riquezas ensangrentadas.
En general, debo decir que este sitio no se deja entender con facilidad. Se mezclan sus dolores luminosos con su vitalidad amarga, sus dichas enfermas con una esperanza tortuosa, su belleza imperfecta con su lucidez ebria. Comprenderla sería traicionarla. En su contradicción se resume el mundo, de manera que me limito a esta conclusión: la ciudad de Guadalajara está viva, y puede ser tan maravillosa o temible como la humanidad misma.
