Política

Lotería Tapatía Entrega número 35

  • Doble P: Periodismo y Política
  • Lotería Tapatía Entrega número 35
  • Alan Ruíz Galicia

¡La Princesa!

Ella llega todos los días al centro. Siempre al mismo punto, a un costado de la Catedral de Guadalajara. No tiene marquesina ni camerino. Lo suyo es un pequeño reino en la explanada. Su cetro es el gesto de un niño que le sonríe. Su corona, una tiara de plástico. Ella es Fiona. O mejor dicho: ella se transforma en Fiona. No en la versión de princesa blanca de vestido verde, sino en la del pantano, cuando ya no le importa nada más que ser quien realmente es.

Llegó a este trabajo por necesidad, pero también por amor. Antes se ganaba la vida como trabajadora del hogar, cuidando a un señor mayor. Dormía en casa ajena. Solo podía ver a su hija los fines de semana. “Llegué al punto en que mi niña ya no quería estar conmigo”, me cuenta. “Lloraba cuando su papá se iba y nos quedábamos ella y yo solas”. En ese momento entendió que estaba perdiendo a su hija. Así que dejó ese empleo y buscó otra forma de sostenerse.

La idea salió de una conversación casual con amigos que se dedican a caracterizarse. Le preguntaron: “¿Por qué no te disfrazas y trabajas con nosotros?”. Le pareció buena idea intentarlo. Primero fue una estatua viviente, envuelta en pintura plateada, inmóvil durante horas, sosteniendo el aliento para parecer escultura. Aprendió a no rascarse, a no pestañear, a contenerse. Pero la gente pasaba de largo. Después vino la Reina Roja: una peluca carmesí, labios oscuros y un vestido que parecía hecho de cartas de póker. En su maquillaje se esmeraba para conseguir el gesto de tirana adorable, pero el personaje no funcionaba. También fue Úrsula, la bruja del mar, pero tampoco obtuvo los resultados que necesitaba.

En esta singular búsqueda de identidad, se disfrazó de Tristeza, el personaje azul de Pixar. Utilizaba un suéter ancho, los lentes redondos, la cara pintada de melancolía. Sin embargo, vestida de ese personaje, le pasó algo que solo a Tristeza le ocurriría: tuvo un descuido, tropezó y se cayó. El resultado fue una fractura en la tibia y el peroné. Placas, tornillos, así como una larga y dolorosa pausa forzada. Fue mala suerte, sí, pero también una señal. “Ese personaje me daba para abajo”, dice. Nunca volvió a pintarse de azul.

Entonces llegó Fiona. Desde el principio hubo algo distinto. La gente se acercaba. Los niños sonreían. Las fotos aumentaron. Y lo más importante: ella se sentía bien. No era una máscara ni una actuación forzada, sino una versión de sí misma que podía sostener. “Con Fiona soy otra. Aunque esté cansada o tenga problemas, me pongo el vestuario, me maquillo… y siento que todo cambia. Me meto en personaje, y lo malo que traía, se va”.

Su personaje ha ido perfeccionándose. La caracterización ahora le toma entre 30 y 45 minutos, pero antes se demoraba por lo menos dos horas. Poco a poco aprendió a maquillarse mejor, a usar pupilentes, pestañas, coronas. Hoy su Fiona es una figura habitual del centro, donde se le puede ver rodeada de otras botargas: un capibara que se sienta a descansar por el calor, un Simi que baila bajo los arcos, un Transformer que cruje al caminar, un Spider-Man que hoy se lastimó la espalda al dar una maroma arácnida. Entre todos forman una pequeña familia improvisada. No hay jefes ni horarios, pero sí una especie de entendimiento tácito: cada quien tiene su espacio, su rutina, su forma de ganarse al público que transita por la zona.

Nuestra princesa Fiona ha vivido una variedad de experiencias en su encuentro con la gente. Desde las más comunes —niños que corren a abrazarla, papás que piden “una más pero ahora con flash”— hasta las más duras. Un día, junto a sus compañeros conocieron a una niña con cáncer que no podía pagar sus tratamientos. El grupo de personas caracterizadas del centro se organizó. Acordaron que lo que juntaran durante una hora sería para la familia de la niña. “La gente ayudó. Fue poquito, pero algo se pudo hacer. Esa es de las cosas que más me han llenado el corazón. Aunque la niña...ya no está”.

Su público más difícil no son los niños, sino sus papás: “Vivimos de ellos. Y la mayoría de la gente es buena. Algunos no tienen para la foto, y regresan otro día a darte algo. Eso se agradece. Otros te toman video o foto, y cuando les dices “con lo que guste cooperar”, te responden: “Estás en la calle.” Eso duele, porque esas personas no valoran lo que cuesta. El vestuario se desgasta. El maquillaje se acaba. Las pelucas se rompen, pero aquí seguimos”.

La tarde avanza y el sol cae detrás de las torres de la Catedral. Ella acomoda la tiara, respira hondo y sonríe para otra foto. Un niño la abraza con fuerza, convencido de que está en brazos de la princesa verdadera. Y, en cierto modo, lo está: porque hay princesas que no esperan en castillos, sino en plazas; que no usan vestidos bordados en oro, sino telas cosidas a mano que se remiendan con esfuerzo; que no son rescatadas por príncipes, sino que se rescatan a sí mismas cada día, cuando deciden volver a maquillarse, ponerse la peluca y salir a ganarse la vida.


Andrea Piña
Andrea Piña

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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