El nombre de la rosa es el título que escogió Umberto Eco para una obra, pensada en principio dentro del género policiaco, que terminó siendo una novela histórica de misterio y un clásico de la literatura contemporánea. Este nombre fue seleccionado casi por casualidad, porque a Eco le gustó la densidad de la palabra rosa: “Una figura simbólica tan densa que, por tener tantos significados, ya casi los ha perdido todos”. El autor confiesa que también alude a un tópico literario común en la antigua roma, ubi sunt, que significa a todo se lo traga la nada, y que el poeta Bernardo Morliacense reinterpretó ese tema como: “De la belleza y esplendor que una vez existieron sólo nos quedan los nombres”. De la fragante y fresca rosa sólo nos queda la palabra rosa: el lenguaje es un ir y venir entre la melancolía y la imaginación, una fuerza para crear lo que no ha sido y para recrear lo que un día fue.
El problema de las palabras es que no siempre cumplen con su trabajo, y muchas veces nos incomunican o son equívocas. En tales casos sentimos cómo nos atenaza un fortuito desasosiego, una sensación de vacuidad desesperada al descubrir que nombrar es traicionar: pronunciar la palabra rosa es también una afrenta involuntaria contra la rosa, en tanto que la suplanta y borra su particularidad, su candor irrepetible, su ser aquí y ahora.
Es difícil decidir entre la confianza en el lenguaje y la duda respecto a las palabras. Mi elección es resolver el dilema desde la perspectiva irónica de un filósofo que estuvo muy preocupado por el asunto: Desiderio Erasmo de Róterdam. En uno de sus divertidos coloquios, titulado La realidad y el nombre, Erasmo ofrece el relato del encuentro entre Bonifacio, cuyo nombre significa hermoso o guapo, y Beato, cuyo nombre quiere decir rico y feliz:
—Buenos días, Bonifacio—Dijo Beato.
—Lo mismo te deseo, Beato. ¡Qué pena que ni tú ni yo seamos lo que nuestros nombres significan! Tu rico y yo guapo—contestó Bonifacio.
Erasmo utiliza el humor para exponer el problema de que los nombres no se corresponden con las cosas. En ese desbarajuste, apunta el filósofo, “sería preferible llamarse “Tersites” —quien fue el guerrero más feo conocido en la guerra de Troya— pero ser bien parecido, antes que ser nombrado Bonifacio, pero desagradar a la vista”.
Erasmo se preocupa por guiarnos en un confuso mundo en el que no existe correspondencia entre las palabras y las cosas. El filósofo quiere que aprendamos a mirar más allá de las palabras, que distingamos qué es lo bueno —en esta selva en la que todo brilla para seducirnos y luego devorarnos— sin importar cómo lo nombramos.
Erasmo cree que muchos males se desprenden de este grave problema. Pone como ejemplo a un hombre fraudulento que prefiere batirse en un duelo y matar a quien lo llame “ladrón” antes que reformar sus costumbres. El filósofo advierte también acerca de la hipocresía contraria, llamar “sabios” o “santos” a quienes así lo exigen, aunque no lo merezcan.
¿Cómo restablecer el lazo invisible entre las palabras y las cosas? Leyendo a Erasmo pueden distinguirse por lo menos tres diferentes actitudes ante el problema. La primera y más práctica, la de Beato y Bonifacio, es aceptar que ya no es posible la reunificación. Por lo tanto, es preferible elegir la esencia y rechazar la apariencia, ir al fondo y dejar atrás la forma. Si el ser y el parecer están en guerra, ¡abracemos el significado por encima del significante! La segunda forma de afrontarlo es convertirnos en guardianes de las palabras para superar la incongruencia; hay que honrar al lenguaje y evitar que se disloque de la realidad que aspira a enunciar. Erasmo cita una frase de Homero para ejemplificar este camino: “las palabras tienen alas y vuelan fácilmente si no se las sujeta con el peso de su significado”. Nuestro lenguaje necesita de un asidero para no desdibujarse, y Erasmo cree que, si nos comprometemos a mantener el pacto entre las palabras y las cosas, es posible volver a confiar en nuestras enunciaciones.
La tercera y más radical de las resoluciones, la que llamaré “la provocación irónica”, la encuentro en el Elogio de la locura, en que Erasmo presenta un mundo en donde la separación entre el nombre de las cosas y su realidad es absoluta. Todo está de cabeza, de modo que es posible que un vicio como la necedad —o la locura— sea admirable, o que el pecado se presuma y la estupidez se defienda como un bien supremo.
Se ha dicho que Elogio de la locura pertenece al género adoxográfico —un elogio paradójico—. Lo que yo encuentro es un grito de desesperación. Bajo la desfachatez del autoelogio de la necedad se esconde la angustia de la pérdida de sentido. Erasmo nos divierte con su mundo al revés, pero la risa que provoca es dolorosa porque viene de la sabiduría del moralista desencantado, de la criatura escaldada; transmite la intranquilidad de vivir en un mundo sin jerarquías, en donde no hay arriba ni abajo y todo está permitido. Fascinante y agobiante a partes iguales, el Elogio de la locura es un libro tan gozoso como desgarrador, que nos llama a interpretarlo a contramano.
En este último camino irónico, Erasmo busca que podamos redimirnos a través de la experiencia de la desesperación. Su objetivo es transmitir un desasosiego tan desolador que lleve a restablecer el pacto de las correspondencias entre las palabras y las cosas. Solo en ese contexto podrá entenderse que el Elogio de la locura es en realidad una denuncia.