El auge de elecciones disruptivas deriva, a juicio mío, de un creciente rechazo de la sociedad —una sociedad paradójicamente globalizada y globalifóbica— al establishment político, socioeconómico, mediático, cultural e incluso científico. Así de amplia y a menudo irracional es la rebelión. Cada vez más gente indignada por la desigualdad en cualquiera de sus expresiones vota contra la ortodoxia. Se trata de un fenómeno antielitista provocado por la connivencia de una clase política corrupta con los medios, un maridaje mal avenido del cual nacen los liderazgos populistas.
¿Qué es Trump si no el inaudito recipiendario de ese antielitismo? Me declaro incapaz de entender por qué un hombre emanado de la élite empresarial de Estados Unidos, sin raigambre religiosa, mentiroso contumaz impulsor de las más absurdas teorías conspirativas, atrae el apoyo de obreros desempleados, de conservadores evangélicos acorralados por el progresismo y de resentidos de las fake news. He aquí el problema: el repudio a un orden establecido, en buena medida corrompido por la endogamia y la exclusión, está creando otro más corrupto y sectario. La queja contra una democracia representativa que desdeñaba a las masas y entronizaba representantes cooptados por la cúpula económica ha dado paso al más descabellado autoritarismo en el que una figura de culto concentra, en nombre del pueblo, todo el poder. Es el representante único, el intérprete discrecional de la voluntad popular. Contra el elitismo, el personalismo: antes mandaban unos cuantos y ahora se quiere que mande uno solo.
En el reciente debate entre el presidente Joe Biden y el expresidente Donald Trump esas taras quedaron de manifiesto. Más allá del catastrófico desempeño de Biden, que corroboró los temores sobre su salud, se dibujaron con nitidez los dos proyectos en disputa. El viejo orden construido sobre la representatividad democrática, bajo la batuta de uno de sus más fieles herederos con todo e hijo incómodo, y el nuevo orden que aspira a empoderar una vez más a un aspirante a autócrata que busca venganza y ofrece devolver su preeminencia a la mayoría blanca y cristiana en una mascarada de democracia “directa”. El contraste entre uno y otro no podría ser más claro. Y la reacción del electorado, que ya favorecía ligeramente a Trump, también es elocuente: le dio la victoria al energizado falsario sobre el ortodoxo avejentado.
Yo solía ser crítico del sistema estadounidense por su política exterior y sus excesos partidocráticos, pero todo es relativo. Después de conocer a Donald Trump y vislumbrar el daño que una segunda Presidencia suya haría a México y al mundo me quedo con Joe Biden o con quien sea que los demócratas postulen, en caso de que lo convenzan de declinar. Sí, ante la alternativa, prefiero a las antiguas élites partidistas, incluida la republicana de McCain o Romney, con su prensa tradicional y defectuosa. Todo lo que me parecía asaz imperfecto lo veo cada vez más valioso. Vamos, claro que había cosas que mejorar, pero no se vale tirar ese andamiaje a la basura y poner en su lugar una vil demagogia autocrática.
Si yo fuera conspiracionista diría que el Deep State inventó a Trump para hacer que el antiguo régimen luciera mejor. Y que lo lograron con creces.