Hace unas semanas se festejó el Día del Libro. Que no debería ser cosa de un día al año, sino del diario. Pero le asignamos una fecha porque parece que de pronto se nos olvida lo importante que son los libros. Y aquí hablamos de dos vertientes: el libro como objeto y la lectura propiamente.
Se dice que hoy ya nadie lee. Eso no es cierto. Yo mismo lo creí, pero me doy cuenta que tal no es el caso. Se lee, sí, pero no lo que se debería ni con la frecuencia recomendada. Y esto siempre se ha dado, no es cosa de ahorita. Luego hay otro tema: el de si el “libro” electrónico es tan válido como el impreso; ya había tocado yo ese punto en otro artículo, y dije que no: el libro electrónico no existe, no es tal. Pero dejemos esa disertación, estéril, para otro momento. Hoy quiero ocuparme tanto de los libros como de lo que se supone que uno debe hacer con ellos. Y mi invitado de hoy para hablar del tema es Roberto Calasso, que por cierto, murió hace menos de un año. Mire lo que dice sobre ellos:
“El libro, como la cuchara, pertenece a esa clase de objetos que son inventados de una vez para siempre”.
En efecto, no hay manera de hacerlo mejor. Podrá tener variantes, tanto físicas como estéticas, pero la forma y función básicas permanecerán las mismas para siempre. Esto quiere decir que el libro, por su solo diseño, garantiza su existencia eterna.
Por más que las personas se empeñen en no leer, el libro ejercerá siempre una influencia subrepticia, mágica, incontrolable e irremediable por abrirlos y leerlos, aunque sea en partes o de manera desordenada. Tal es el poder de semejante objeto.
Pasemos ahora al tema del contenido. Alguien me dijo una vez que no había que fijarse en la calidad de la lectura siempre y cuando la gente leyera. Se argumentó después, de manera improvisada, que tal hábito traería como consecuencia la lectura de textos más elaborados o trascendentes. No estoy de acuerdo con lo primero y lo segundo es una falacia. Si bien hay lecturas para todos, no todos deberían leer cualquier cosa. Si aficionamos a los niños y jóvenes a leer los clásicos, cuando alcancen la edad adulta tendrán una arquitectura mental mucho más compleja y completa que si perdieron sus años tempranos leyendo pendejadas o libros vacíos y mediocres. Creo que la fórmula que propongo ni es nueva ni se puede rebatir. Y en cuanto a la falacia de que la gente leería cosas valiosas si comienza a leer basura, pregunto entonces lo siguiente: ¿Y qué pasaría si, en lugar de esa literatura chatarra, comienzan a leer textos clásicos? Exacto: en principio no es necesario ponerlos a leer mugrero.
Por favor, es obvio. Sí: uno debe leer cosas malas para saber por qué son malas, pero eso es muy distinto a promover tales lecturas bajo la premisa de que de ahí pasará uno a cosas mejores. Nunca.
Los libros son objetos valiosos. Umberto Eco, y Calasso también, eran coleccionistas de libros. Reconocieron el valor del objeto por encima de sí mismo y como portador de una cierta magia, de una energía capaz de modificar la realidad circundante. Quien lo niegue es un necio. Porque los libros, como objetos, no como depósitos de información, son talismanes. Y cuando uno combina esa potencia con la de su contenido, es decir, con la energía que se genera al abrirlo, experimentar una sensación física y luego crear desarrollos abstractos a medida que se lee, entonces tenemos ante nosotros un fenómeno poderosísimo que cambia, de hecho, las cosas, nos demos cuenta o no, y en mayor o menor medida e intensidad.
Entonces hay que leer textos valiosos, evitar el mugrero que abunda y darle su sobada a los libros cada tanto, para mantenerlos energizados y contentos. Recuerde que con la lectura gozamos, aprendemos y somos libres.
Adrián Herrera