Internacional
  • La paz todavía huele a pólvora y tragedia en la frontera entre Gaza e Israel

  • Gaza y Tel Aviv celebran una frágil tregua, aunque en el aire se siente la desconfianza. Aquí el agua, la luz y el miedo cruzan los mismos cables. Nadie gana pero todos dependen del otro.
Reconstrucción y recuerdos en Israel tras los ataques recientes, reflejados en hogares y calles

DOMINGA.– Tras dos años de guerra, Tel Aviv y Gaza celebran a su manera la promesa de paz. Sonrisas, gritos de júbilo y abrazos son gestos contenidos de un momento aparentemente histórico. Israelíes y gazatíes saben que, en el último siglo de esta historia de disputas políticas, militares y religiosas, la paz se ha estancado muchas veces. Esa anhelada palabra que todavía es promesa en papel.

No hay otro tema del que se hable en Europa, me doy cuenta de ello al aterrizar en Madrid, España, para esperar mi conexión rumbo a Tel Aviv. Soy siempre muy nervioso en los aeropuertos. De hecho, no me gustan, me estresan. “¿Trae monedas, metales, armas?”, “¿Hizo su maleta usted solo?”, “Quítese la chamarra y los lentes”. Esas frases me roban la estabilidad. Y esta vez no fue la excepción.

–Lleva demasiados cables en la mochila. ¡Demasiados! –grita una guardia civil de aduanas, española, de unos sesenta años, al pie del scanner mientras mi maleta de mano pasaba por la plancha rodante
–Es usted controlador –pregunta su compañero, un poco más bonachón.
–No, soy periodista –le respondo con una sonrisa.
–De qué radio –insiste al ver tanto cable, aparato, micrófono y grabadora saco de mi backpack.
–De W Radio. Somos los “primos mexicanos” de la Cadena SER –dije con timbre de orgullo.
–Ah, entonces son propalestinos –concluyó ella, tajante, sin verme a los ojos, ubicándome de un lado del conflicto al fondo del Mediterráneo.
Palestinos caminando en la ciudad de Gaza en ruinas tras dos años de bombardeos del ejército israelí el miércoles 15 de octubre de 2025 | AP
Palestinos caminan en una intersección rodeada de edificios destruidos durante dos años de bombardeos del ejército israelí en la ciudad de Gaza | AP

El dilema es incómodo: ¿cómo condenar la brutalidad de Hamás sin justificar el castigo colectivo sobre Gaza? ¿Cómo ser crítico de Benjamín Netanyahu sin cargar el estigma inmediato de “antisemita”? Hay que diferenciar. Una cosa es el Estado de Israel, otra el pueblo israelí y otra más lo judío.

Igual del otro lado. ¿Cómo condenar la brutalidad de Israel sin justificar los actos de terror cometidos por Hamás, la organización político paramilitar? ¿Cómo ser crítico de los yihadistas sin cargar el estigma inmediato de “sionista de mierda”? Hay que diferenciar. Una cosa es Palestina, otra el pueblo palestino y otra más el mundo musulmán o el islam. Ambas culturas, la gazatí y la israelí, forman parte de una cultura milenaria, diversa y viva.

Mezclarlo todo sólo es útil para quienes gobiernan con el miedo y con el discurso de los buenos y los malos.

Desde México, a menudo reducimos este conflicto a una postal de CNN. Perdemos de vista lo esencial: que aquí hay personas, no sólo bandos. Que en las calles de Tel Aviv o de Rafah los niños todavía juegan, aunque los adultos sepan que en cualquier momento puede caer una bomba. Que las abuelas siguen contando historias, aunque no tengan electricidad. Que la fe, el duelo y la resistencia conviven como capas imposibles de separar.

Hombre frente al Muro de los Lamentos, realizando sus plegarias en uno de los sitios históricos más importantes de la ciudad.
Visitante frente al Muro de los Lamentos en Jerusalén | Enrique Hernández Alcázar

El problema es que la conversación pública se empobreció en Occidente. No hay matices, no hay espacio para la duda. O eres de un bando o del otro. Y sin embargo, lo que un periodista debe buscar son precisamente los matices: el testimonio de quien perdió a su hijo en un kibutz –colonia agrícola israelí– y de quien perdió a toda su familia en Gaza. Pero a nivel calle se siente esa división, esa presión.

Si entrevistas a los nuestros, eres amigo de Israel; si entrevistas a los otros, eres parte de los enemigos.

Una frontera codependiente entre Gaza e Israel

Estoy parado justo sobre la frontera entre Israel y la Franja de Gaza. Ante mis ojos, el cielo gazatí retiene aún el gris de los escombros y de las cenizas de la guerra. A mis pies, los kibutz “asaltados” por Hamás están hechos añicos. A unos metros de la cerca que divide a los territorios en disputa, el embalse de Nahal Oz guarda más que agua: guarda paradojas.

Lo construyeron en 1989 para irrigar los campos del kibutz que lleva su nombre y forma parte de la red hídrica del sur de Israel que, por distintas rutas y acuerdos, también alimenta los ductos que abastecen a la Franja de Gaza. El sistema que riega los trigales israelíes sostiene, en parte, la supervivencia palestina. De este lado, los cultivos; del otro, la escasez.

El agua fluye bajo tierra, cruzando límites que la política no deja cruzar por la superficie ni por aire. Esta zona es ejemplo de la relación tóxica y condependiente entre Gaza e Israel.

Piedra del embalse de Nahal Oz, situado en la frontera que conecta los suministros de agua de ambos territorios.
Piedra del embalse de Nahal Oz, que forma parte de la infraestructura hídrica entre Israel y Gaza | Enrique Hernández Alcázar

El agua y la luz viajan por los mismos cables que cruzan la frontera. Cada válvula, cada interruptor, depende de un permiso. Cuando estallan los cohetes, el suministro se corta como si la guerra también necesitara oscuridad. Pero esa desconexión es ilusoria.

Porque cuando las plantas de tratamiento se detienen, las aguas negras corren hacia el norte y contaminan el mar que ambos comparten. Lo que Gaza no puede potabilizar, Israel termina respirándolo. La corriente, al final, fluye en ambas direcciones.

Cada ladrillo llevado a Gaza tiene que ser autorizado por Tel Aviv. El cemento, el acero y los cables eléctricos se revisan con la precisión de un cirujano militar. La reconstrucción se vuelve trámite y la esperanza, papeleo. Sin embargo, entre los escombros también fluye otra economía: la de los túneles. Por esas entrañas de tierra circulan materiales, alimentos, gasolina y, en algunos casos, productos que terminan –por vías legales o no– en el mercado israelí. Es una frontera que destruye y reconstruye.


Durante años, miles de gazatíes cruzaron esta frontera para trabajar en los campos del sur de Israel. Eran los jornaleros invisibles de los kibutzim, que regaban los cultivos que nunca podrían comer. Hoy sus hijos esperan permisos que llegan a cuentagotas, según el clima político del día. El mismo subsuelo sostiene dos realidades: una que florece, otra que se marchita. En este tablero, la seguridad es una forma de simbiosis.

Israel necesita a Hamás para justificar su muro; Hamás necesita el muro para justificar su existencia. Cada cohete lanzado desde Gaza confirma la narrativa del enemigo eterno; cada incursión israelí refuerza la idea del martirio que sostiene la resistencia. Es una dependencia mutua sostenida en el miedo. Nadie quiere romperla del todo porque, sin el otro, ambos perderían su razón de ser: una guerra sin final pero con contrato de permanencia.

Horizonte de la frontera entre Gaza e Israel, mostrando la división física entre ambos territorios. | Enrique Hernández Alcázar
Vista panorámica de la frontera Gaza-Israel, mostrando la división territorial | Enrique Hernández Alcázar

Las víctimas de la guerra y el turismo de tragedia

En la entrada de Nir Oz, la fotografía de cientos de víctimas y rehenes es el recuerdo de este kibutz como la zona cero. Aquí se realizó la primera incursión de Hamás, a las 6:29 de la mañana de aquel 7 de octubre de 2023.

Es un lugar que alguna vez fue símbolo del sionismo agrícola y de la utopía socialista israelí. Hoy luce como un cementerio de ruinas perfectamente alineadas. A esta zona se le conoce en hebreo como Otef Aza, el “envoltorio de Gaza”. Las bicicletas oxidadas siguen en los jardines, la ropa permanece tendida en los cordeles y las puertas muestran las marcas de las ráfagas. El tiempo está detenido, en silencio, pero los muros son ensordecedores.

Es una franja de tierra donde la rutina convive con el recuerdo del horror y donde la sospecha se ha vuelto un estado natural. A sus puertas, me recibió Pablo Roitman, quien creció aquí y es parte de la comunidad judía de origen argentino. Es decir, ese 95% de los hispanos que viven en Israel. A su madre, Ofelia, la secuestraron de su casa en Nir Oz ese 7 de octubre. Fue liberada 53 días después.

Desde una torreta cercana, se observan los suburbios de Jan Yunis, del otro lado de la frontera. “Aquí ocurrió el fallo más grande de la historia del Ejército de Israel”, sentencia Roitman. Su voz mezcla rabia y resignación. En esta comunidad vivían 417 personas antes del ataque; 117 fueron asesinadas o secuestradas hace dos años. Hoy luce prácticamente vacía, abandonada.

“La mayoría esperamos que el plan de Trump funcione y que venga un cierre del conflicto bélico. Hoy todo luce muy diferente porque él está dentro del plan. Puso todo el dinero, junto con países árabes. Nosotros tenemos que presionar al gobierno israelí, es una lástima que tengamos que hacerlo, pero lo tenemos que presionar. Y a Hamás, que lo único que les queda son nuestros rehenes. Espero que sea diferente, estamos muy esperanzados”, dice Pablo mientras nos muestra los restos de casas del kibutz que quedaron masacradas.
Pablo Roitman observa los daños en la casa de su madre, afectada por el ataque en Nir Oz.
Pablo Roitman frente a la casa de su madre destruida | Enrique Hernández Alcázar

El sur de Israel intenta reconstruirse ladrillo a ladrillo, pero la grieta es más profunda. Y lo es de ambos lados de la cerca. En Gaza, 67 mil personas fueron asesinadas. Se estima que la mitad son miembros activos de Hamás. La otra mitad, unos 30 mil civiles inocentes.

A unos tres kilómetros al norte, converso con Natalia Casarotti. Estamos en Reim, el lugar donde hace dos años fueron asesinados 365 jóvenes durante el festival de música Supernova. Poco después de las 6:30 de la mañana de ese 7 de octubre, miembros de Hamás bombardearon, dispararon, torturaron, desmembraron y violaron a jóvenes. Entre ellos, mataron a Keshet, de 21 años, cuya foto se volvió portada del documental We Will Dance Again sobre la masacre de aquel día.

“Keshet significa ‘arcoiris’. Así nombré a mis tres hijos, con nombres de significado especial. Anan, mi primer hijo, es ‘nube’; Keshet, el de en medio. Y la más pequeña, Shemesh que es y sigue siendo mi ‘sol’”, dice Natalia.


Está sentada en una banca en medio del terregal de Reim. Mientras el viento levanta ligeras tolvaneras al tiempo que conversamos. De pronto, un rugido interrumpe un par de veces sus respuestas. Son ráfagas, metrallas. Vienen desde la frontera con Gaza. Pese a que esta semana todo mundo habla de la paz, nuestros oídos son testigos de que los vestigios de la guerra siguen ahí.

Natalia Casarotti durante la entrevista en Reim, recordando a las víctimas del ataque.
Natalia Casarotti recuerda a su hijo y relata los hechos del ataque en Reim | Enrique Hernández Alcázar
“Esta es la guerra que no termina”, dice Casarotti mientras toma aire hondo para poder sostener sus palabras. Conforme avanza su recuento de aquel triste día, Natalia va endureciendo las palabras. “La mayoría de quienes gritan ¡Free Palestine! son gays. Ya quiero ver que pasen a Gaza para abrazar a los terroristas de Hamás. Ellos no aceptan a la comunidad LGBT+. Si van con ellos, les van a cortar el pito. Perdón que lo diga así, pero eso es seguro. En Israel sí somos diversos y los respetamos”.
Pero eso no la detiene para criticar también a su propio gobierno. “Netanyahu nos falló. Debió haber hecho todo lo posible y lo imposible para que desde el 8, 9 o 10 de octubre de 2023 su prioridad fuera recuperar a nuestros rehenes. Y no lo hizo. […] Quizá si hubiese actuado de forma eficiente, hoy podrían regresar más secuestrados con vida y menos rehenes en ataúdes”, sentencia.

La especie de memorial construido en este lugar para honrar a las y los chicos que estaban bailando, bebiendo y cantando parece destino de un tour del horror. Hasta este lugar llegan autobuses cargados de turistas. Lo mismo estudiantes judíos de Chile, que de Brasil o Argentina. Jóvenes que visitan la tumba de otros jóvenes que regresarán a contarle a otros del terror del que ellos fueron víctimas. Sin que nadie hable de los otros, los de Gaza, que se han quedado atrapados bajo los escombros del olvido.

La herramienta económica más poderosa para la zona era el turismo. Pero desde ese 7 de octubre de 2023, los viajes, tours y convenciones se han cancelado en Jerusalén. Una de las rutas más recurridas para el turismo religioso ha recibido 80% menos visitas desde hace dos años.

Gaza, al filo de la paz de Trump

En marzo pasado, cuando decidí realizar este viaje para cubrir el segundo aniversario del 7 de octubre de 2023, jamás imaginé que la presión de Donald Trump con su plan para Gaza –y su anhelo por el Premio Nobel– confluyeran de tal forma que las nubes de guerra precipitaran una lluvia de acuerdos de paz.

El momento llegó. A la medianoche del 8 de octubre, Trump anunció en su red Truth Social que Israel y Hamás estaban de acuerdo en firmar una primera etapa para la paz. De inmediato tomé un taxi rumbo a la Plaza de los Secuestrados, frente al Museo de Arte de Tel Aviv, que se convirtió en un punto de encuentro para las familias de los rehenes y sus partidarios, atraídos por su proximidad al Cuartel General de las Fuerzas de Defensa, cuya sede está cruzando la calle.

Unas 250 personas salieron a la madrugada para celebrar. En la plaza, que alberga quioscos en los que se venden productos bajo el eslogan Bring Them Home Now (Tráiganlos a casa ya), sobresale una pantalla electrónica con el reloj que va contando el tiempo transcurrido desde los atentados.

Esta noche de octubre de 2025 marca 731 días, 22 horas, 50 minutos y 27 segundos transcurridos.

Mujer con bengala en la ceremonia frente al Museo de Arte de Tel Aviv, esperando el regreso de los rehenes | Enrique Hernández Alcázar
Mujer con bengala frente al Museo de Arte de Tel Aviv, esperando el regreso de los rehenes | Enrique Hernández Alcázar

Una madre y su hija encienden una bengala ante los medios nacionales e internacionales. Se abrazan profundamente y lloran. Esperan el regreso de los suyos. Les acerco el micrófono y espeto una pregunta en un inglés trastabillado. Ellas responden que no quieren hablar. Hasta que los rehenes estén en casa.

Varias personas empuñan banderas con las barras y las estrellas mientras descorchan botellas de champaña. Un hombre llega a la plaza con su guitarra, se sienta en una silla mientras se forma una media luna a su alrededor. El punto climático fue su interpretación de “Imagine”, el tema icónico de John Lennon.


Otra mujer, muy aguerrida, se disfrazó de Donald Trump como tributo a su trabajo por esta paz aún incierta.

La forma es fondo. Israel agradece la paz (aunque sea otra vez en versión promesa a cumplir) a Estados Unidos y no a su propio gobernante. Me lo dice con absoluta claridad Esther Micanowski, que vive en Ein Hashlosha, otro de los kibutz atacados hace dos años y que ya está en reconstrucción.

“Netanyahu sabía que algo así iba a pasar. Estuvo pagando dinero a los terroristas para poder seguir siendo primer ministro. Y cuando secuestraron a los nuestros, lo primero que debió hacer es rescatarlos. Pero, como sabe que la mayoría eran de los kibutz y no lo votamos, no hizo nada”, suelta Esther mientras acaricia a Bonita, su mascota y única amiga.

Entre andamios y risas tímidas, la vida intenta colarse de nuevo por la rendija de su ventana. Esther perdió a su hermana Silvia en el ataque de 2023. La quemaron viva dentro de su casa. Remodeló el lugar para borrar el olor a quemado, para olvidar esa ausencia dolorosa.

Esther Micanowski durante la entrevista en su hogar, reconstruido tras el ataque en Ein Hashlosha.
Esther Micanowski relatando la pérdida de su hermana y los esfuerzos por reconstruir su casa | Enrique Hernández Alcázar|
En su nuevo hogar las paredes todavía huelen a yeso fresco y sobre la mesa hay flores. Y palabras duras: “Es lamentable. El que está consiguiendo todo es Trump. Porque Netanyahu tiene en el gobierno a dos terroristas: Itamar Ben-Gvir y Bezalel Yoel Smotrich. Ellos saben que si se declara la paz, no tienen gobierno. Entonces Netanyahu se baja los pantalones y hace lo que ellos quieran. El pueblo quiere que termine la guerra”.

Y es aquí, en el cruce entre el poder y la supervivencia, donde palpita la verdadera prueba de estas negociaciones: ¿podrá ese acuerdo –firmado por dignatarios con trajes impecables– reconstruir no sólo muros, sino memorias, sueños y vidas? ¿Será que los rostros de niñas, mujeres y hombres vuelven a levantarse en medio de la fragilidad? En este pequeño punto de inflexión se decidirá si Gaza se convertirá en un catálogo de promesas o un terreno de reconciliaciones reales.

Un bombardeo mediático de paz en Tel Aviv


En Tel Aviv, la capital económica de Israel, porque la capital política es Jerusalén, la vida transcurre en aparente normalidad. Cafeterías llenas, playas concurridas, bares a reventar por la noche y por la madrugada. Es el eco de un país que ha sabido blindarse en medio de la guerra. Pero debajo de esa superficie laten las historias de familias con hijos desaparecidos, soldados que no regresaron, comunidades que viven bajo la certeza de que mañana puede ser peor.

Tengo que dejar Israel para regresar a México. Me hubiera gustado quedarme para ver de primera mano a Donald Trump en el parlamento israelí, para ver la Plaza de los Secuestrados con familias que vuelven a reunirse, para oler de primera mano los nuevos aires de paz.

Por lo pronto me quedo con la sensación de que, sin planearlo del todo, tuve la oportunidad de codearme con la historia. Ojalá el tiempo me permita regresar y poder cruzar a Gaza. Para comprobar si los planes de Occidente, el ego de Trump y los codiciosos intereses árabes de verdad pudieron hacerle justicia a esta franja de tierra en el Oriente próximo.

En este bombardeo mediático por la paz, el blanco es claro: la diplomacia, la geopolítica, el control de rutas comerciales, la influencia en el mundo árabe. El gris es inevitable: sobre la población flotan incertidumbres, esperanzas vacilantes, miedos persistentes. En los próximos días sabremos si este pacto funciona o si será un aparente respiro para reajustar intereses estratégicos. Por ahora, en los ojos fatigados de Gaza, late la tensión. Ojalá los altos mandos del poder entiendan que negociar la paz no significa olvidar vidas.

GSC / MM


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Enrique Hernández Alcázar
  • Enrique Hernández Alcázar
  • Periodista, columnista y conductor de noticiarios con más de 25 años de trayectoria en medios de comunicación. Desde el 2005 conduce el informativo vespertino en W Radio
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