Para celebrar su vigésimo aniversario, la editorial Almadía convocó a nueve escritoras para escribir sobre el paso del tiempo: cómo lo ven, cómo las ha cambiado, cómo lo asumen, qué sienten al ver la vida —en la realidad o la ficción— por el espejo retrovisor. El resultado es un breve pero adictivo volumen: Las formas de la memoria, en el que participan, por orden de aparición, Layla Martínez, Daniela Tarazona, Camila Fabbri, Samanta Schweblin, Clyo Mendoza, Luna Miguel, Claudia Ulloa Donoso. Andrea Chapela y Vanessa Londoño, sin duda, sin etiquetas de género, exponentes de la mejor literatura hispanoamericana actual.
Desde el divertimento de Layla Martínez: “Propuesta de reinterpretación de los hechos acaecidos el Día del Gran Descubrimiento”, en el que desliza una irónica crítica a la familia y cuyo inicio: “El 27 de enero de 1995, el día en que cumplía veinte años la mayor de sus hijas, el matrimonio formado por Adelina García y Roberto Robles cerró la puerta de su casa para no volver a abrirla nunca”, recuerda El castillo de la pureza, de Arturo Ripstein, aunque en realidad aborda el confinamiento de toda la población (como sucedió en tantos países durante la pandemia de covid-19) debido a una extraña y aterradora enfermedad: El Súbito Envejecimiento, de la que se busca una solución para que la gente pueda volver a la calle.
Veinte años, ese es el número que aparece en todas las historias, algunas tan dolorosas como la de Clyo Mendoza, quien escribe categórica: “Ni por toda la plata del mundo volvería en el tiempo, no lo haría ni siquiera sabiendo lo que sé mientras se supone que avanzo hacia el futuro”. A sus treinta —su protagonista— recuerda una relación dañina y su primer aborto a los veinte años “en una clínica pública de la Ciudad de México. Era la primera donde era legal”. Es un relato punzante, sin aspavientos, con un tono triste y sin embargo esperanzador, sin ese desconsuelo que encierra “Un animal fabuloso”, de Samanta Schweblin, sobre la pérdida de un hijo en el cual, “casi veinte años después del accidente”, Leila —la narradora— recibe en Lyon una llamada de su amiga Elena desde Buenos Aires. Eran íntimas, pero ahora casi no se ven. “Quiere hablar de Peta, su hijo”, está muy enferma y quiere que Leila, la última en verlo con vida, le cuente qué recuerda de la noche del accidente, cuando Peta cayó fatalmente de un balcón. Hablan, pero con las escenas de ese día, Leila rememora también a un caballo enfermo maltratado por su dueño, quien lo obligaba a latigazos a jalar una carreta; ella vio sus ojos apagados, su cuerpo famélico y sin embargo con una panza a punto de reventar. Los recuerdos se encabalgan, Leila escucha la voz de Elena y especula: “quizá esta sea la última vez que hablemos, de eso se trata esta llamada”.
Daniela Tarazona crea un personaje que temía dejar de ser joven; mirando los árboles de un bosque pensaba que en veinte años llegaría a los cincuenta, “esa suma áspera de tiempo que regurgita el anuncio de la vejez y la decadencia”. Dos décadas más tarde, solo, con una modesta cantidad de dinero producto de una herencia, “frente al espejo del baño, reconoció su rostro desconfigurado por la edad”. Piensa entonces que: “Veinte años antes, el tiempo era otro. Aparte del hambre de su memoria solitaria estaba el recuerdo de sí mismo”.
Todas las historias de este libro, su indudable calidad, nos hablan del buen momento de la literatura en español, con autoras —y autores, por supuesto— que cruzan fronteras e impulsan una narrativa tan atractiva como poderosa.
AQ / MCB