Cultura

Verónica Volkow: el comienzo

Poesía en segundos

Desde sus primeros libros, Verónica Volkow construyó un lenguaje lírico propio que la distingue de sus contemporáneos. Tiene el don comprender a los seres y a las cosas: el don de la buena poesía.

No puedo olvidar la aparición de La sibila de cumas —en una plaquette del Taller Martín Pescador de 1977— y, después, Litoral de tinta —en la edición de la UNAM, dirigida por Huberto Batis, de 1979. Los poemas de esos libros poseían, sobre todo el segundo, una hermosa música insoslayable, un verso persuasivo con un poder lírico que, me atrevo a decir, muy pocos poetas jóvenes tenían a finales de los años setenta: “Siente ásperas las manos como peces,/ ciegos peces que golpean contra la piedra,/ incesantes contra la piedra durante años y años”.

La poesía de Verónica Volkow surgió casi completa y acabada desde sus primeros libros. En ella, ritmo e idea corren como dos líneas asintóticas que, en realidad, sí se tocan, de modo sorpresivo, en una trenza llena de significación. Me parece fundamental señalar que su inteligencia, para reelaborar el lenguaje lírico, corre pareja a su capacidad de pensar, de pensar poéticamente el mundo. Y, cuando digo esto, quiero decir que su poesía tiene el don de la buena poesía; es decir, el don de comprender a los seres y a las cosas y la aptitud de captar, en los grandes poetas de otras épocas, la significación ineludible que el pasado confiere a nuestro tiempo. Al leer su poema “La lavandera” —citado antes— comprendemos que todo acto humano, por pequeño e insignificante que sea, nos habla de nuestra manera de estar en el tiempo móvil/inmóvil de la vida. Aquí, en esta composición, un hecho tan simple, tan intrascendente, tan candoroso e incauto como es la acción de lavar la ropa, adquiere, de una manera sofisticada y trascendente, su dimensión efectiva, su carácter de hecho humano verídico y, además, su condición imaginaria y, todavía más, quimérica. La lavandera surge, en el poema de Volkow, como un arquetipo que nos permite aproximarnos al aquí inmediato y, a la vez, al más allá lejano. Volkow comprendió, desde el principio —como querían los románticos— que todo poema, desde el más humilde y pasajero hasta el más difícil y perdurable, sólo puede ser cierto a condición de tocar una materia mitológica, los espejos y las matrices de la imaginación individual y colectiva. Este procedimiento lo hallamos de nuevo no sólo en los subsiguientes libros de poesía de Volkow, sino también en sus ensayos. En particular recuerdo su aproximación a Francisco Toledo en el libro La mordedura de la risa —uno de los textos más sugestivos escritos sobre el pintor oaxaqueño.

Del mismo modo que sus poemas estaban templados de manera asombrosa, puedo decir que ella era —así lo recuerdo—, en aquellos fervorosos e ilusionados años de la Asamblea de poetas jóvenes de México, de Gabriel Zaid, una muchacha con una hechicera presencia, si no desafiante, sí colmada de una recia mirada observadora. Con ese talante de fijeza, cuando la oíamos decir sus poemas, ella desarrollaba una precisa voz musical y, entonces, sus poemas ya no sólo sonaban como los excelentes poemas que eran y son, sino como una apertura hacia algo remoto, original. Volkow, prácticamente, no tiene premios, pero lo que hace a un escritor no son los premios, sino sus libros auténticos y ella tiene varios.

​AQ / MCB

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Víctor Manuel Mendiola
  • Víctor Manuel Mendiola
  • Víctor Manuel Mendiola, poeta, ensayista y editor, dirige desde hace cuarenta años Ediciones El Tucán de Virginia. Ha publicado Tan oro y ogro (poesía) y El surrealismo de Piedra de sol (ensayo).
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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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