Para Natalia Luna
Natalia y yo concebimos un verbo que nos ayudaba a resumir nuestra situación sentimental por esos entonces: Teresear. “Estoy Tereseando por este bato”, decíamos. A los dos nos gustan los hombres. Y como Teresa, la de “La insoportable levedad del ser”, solíamos vernos hundidos en relaciones con hombres cuya voluntad indomable nos descolocaba emocionalmente. No queríamos acabar como Teresa, la novia rota del mujeriego Tomás. El flamante doctor atrapado entre su amor por Teresa y Sabina, cuya arrogante seguridad es lo opuesto a la desesperante fragilidad de Teresa que también es su cualidad más seductiva.
Como a Tomás, Teresa nos seducía a Natalia y a mí. Tanto que acabamos horrorizados por su convicción por el agotamiento. No queríamos terminar como ella y lo siguiente era la soledad asistida para mantenernos a salvo. Flotando en ese espacio seguro libre de maltrato sentimental, pero insondablemente vacío.
Si algo estaba seguro Tomás era de sus defectos que los vivía como lealtad a sí mismo. Y era esa seguridad lo que llevaba a Teresa y Sabina jugarse su propia lasitud.
Hoy la autopsia de Tomás diría que fue un hombre tóxico. Pero como dice el mismo Kundera: “La vida es demasiado corta como para saber si nuestras acciones fueron buenas o malas”.
La paradoja estaba servida: ¿qué es el amor y la entrega sin la osadía de la vulnerabilidad?
Ese fue el efecto de “La insoportable levedad del ser” a nuestros 20 años. Fui el adolescente cliché que se descolocó con la quizás más importante novela de Kundera. De esos libros que todo mundo cita. Sin duda definitivo en mi formación literaria y una educación sentimental que al menos a mí me ilustraba la continuidad de absurdas certezas que supone las relaciones humanas basadas en eso que la gente llama amor. Siendo gay había una parte del egoísmo de Tomás que me despertaba erecciones y encanto a partes iguales.
Como muchos, Kundera, junto con Kerouac y Bukowski, preñó en mi el jodido interés de ser escritor. Me embobaba con sus palabras como cuando Nietzsche describe con poética nihilista la anatomía de los hombres. De hecho, Kundera quizás fue también el primero en ponerme al escritor nacido en la antigua Prusia como punto de referencia en la formación de ideas.
Es curioso que la muerte de Milan Kundera cimbrara los circuitos literarios y sus notas de prensa cuando en su tiempo, es decir, cuando empezó a vender millones de copias, su nombre no era precisamente sinónimo de alta literatura lo que sea que eso signifique. Nunca faltaba el listillo que al verme cargar “La insoportable...” apuraba a decirme que no era más que una Corín Tellado, pero en intelectual. Luego entendí que en realidad odiaban su traición a los bienes culturales inspirados por la tradición soviética y por supuesto, el salto a la liga de los best sellers. Pero no impidió que devorara su obra literaria escrita en Checoslovaquia. Que leí al mismo tiempo que la generación beat junto a Henry Miller y otros cínicos como Paul Bowles. De todos ellos, Kundera sí era el más cursi, pero no por eso menos agudo en sus reflexiones acerca de la condición humana y su condena a la clonación amorosa.
No solo eso. Entendí que Kundera, en un tributo a su adorado Kafka, es a Praga lo que Edith Piaf a París. Sus descripciones de la Plaza de Wenceslao me despertaba sentimientos encontrados como si estuviera leyendo mi carta astral. En su desprecio por los valores que definen a la patria narraba la esencia de Checoslovaquia. Un país de tráfico de sombrillas y ladrillos agrietados como el comunismo que pretendía controlar los sentimientos de los ciudadanos y hasta sus fantasías eróticas. Sigo pensando que “La broma”, su primer libro de 1967, es lo mejor en cuanto a sus intenciones más deslumbradoras como la falta de humor de sistemas políticos que en la ambición de emparejar el bienestar suprimen la personalidad o las disidencias sexuales. Como las descripciones de Kundera con las mujeres en minifaldas a go-gó protestando mientras ponen nerviosos a los militares cuya fe depende de un régimen político y salvador. “La broma” fue el libro que me dio el valor de confrontar a mi padre en su devoción por la URSS. Echando por tierra todos los cuentos que me narraba antes de dormir cuando niño. “La vida está en otra parte”, “La despedida” y “El libro de la risa y el olvido” también describen la asfixia roja de Praga bajo los albores del Partido Comunista.
Cierto que los libros que escribió ya en su exilio parisino no tienen la misma densidad contemplativa de sus trabajos escritos en checo. Recuerdo leerlos con el mismo sentido automático con el que se mastica periódico. “La identidad” me pareció un intento por recrear la profunda desesperación con la que el trío de “La insoportable levedad del ser” busca atarse a la gravedad de alguien. Hasta que dejé de leer sus últimos trabajos.
Como sea, la muerte de Kundera me recordó la Plaza de Wenceslao y la ingenuidad con la que leí por primera vez “La insoportable levedad del ser”. Su personalidad huidiza celosamente reservada fue ejemplo de sobriedad en estos tiempos donde la ansiedad por el reconocimiento nos ha contaminado hasta la médula. No creo que Kundera, como Bukowski, haya quedado atrapado en mi literatura de fundación adolescente. De vez en cuando vuelvo a ambos y me siguen acariciando la improvisación, el deseo y el alcoholismo. Será porque los gays nunca terminamos de madurar del todo y el drama nos acecha más allá de los 60 años.
La única diferencia cuando releo a Kundera a mis 45, creo, es que ya no Tereseo. Quizás porque ahora soy ese Tomás que, sin importar que el idílico estado de bienestar del partido comunista lo haya mandado a limpiar ventanas siga cayendo en su instinto tóxico con tal de no flotar en esa levedad.