Se dice que Diógenes de Sinope no solo andaba desnudo por las calles de Atenas, con sandalias y un bastón. También buscaba un resquicio cómodo a mitad de la calle para masturbarse frente a todos quienes, caminando, se encontraban con su espectáculo de erecciones, autoplacer y libertad exhibicionista, irritantemente cínica. Se dice que una vez le preguntaron: ¿Por qué no te avergüenza masturbarte en público? A lo que Diógenes respondió: Por la misma razón por la que a ti no te avergüenza comer enfrente de todos. Incluyendo desconocidos.
El domingo 28 de septiembre, en un taller metálico ubicado en la esquina de Folsom con la calle 10, con un letrero que combina tipografía asiática con palabras en inglés, en el resquicio que hay entre la cortina metálica echada abajo con candados y un desnivel de un par de escalones, un hombre también se masturba enérgicamente. Por momentos, parece que la cabeza saldrá desprendida, dados los bruscos movimientos del cráneo, aún más convulsos que la fricción de la mano derecha sobre su miembro, que chico no es, para nada, todo lo contrario. El otro brazo lo utiliza como polín humano apoyándose en el muro detrás suyo para no venirse abajo; sus pantorrillas, a pesar de estar llenas de venas a consecuencia de las horas en el gimnasio, tiemblan como gelatina bronceada. En lugar de bastón tiene a un hombre arrodillado con las palmas de la mano adheridas al suelo como patas de perro, está esperando, hambriento hasta el punto de desdoblar la lengua en un acto de acrobacia maxilofacial que dejaría a Gene Simmons todo pendejo y verde de la envidia, esperando el momento en el que la masturbación reviente.
A su lado, un par de hombres se penetran en público. En medio de la calle, un hombre intenta meter el puño a otro camarada con kilos de un lubricante.
Hasta este punto llegan los potentes golpeteos de un viejo remix de The Future Sound of London.
Otros hombres empiezan a formar un círculo alrededor de la escena, bajándose los pantalones, bajándose los calzones, hablando de los que llevan pantalones o calzones porque muchos de los que se unen al círculo de onanismo urbano van completamente desnudos.
Son las dos de la tarde en el Folsom Street Fair y es mi cumpleaños. Desde que supe de la existencia de este evento a mediados de los 2000, me sentí atraído por esta feria atiborrada de hombres poseídos por el espíritu de Diógenes desafiando la hipócrita cordura de las sociedades adictas a los malabares morales. Donde el único exorcismo posible es rendirse a la dominación del deseo y dejar que otros te saquen el diablo a punta de lengüetazos, como el hombre hincado que dejaría a Gene Simmons todo pendejo y verde de la envidia.
Conforme San Francisco, California, se fue consolidando como una capital que se desplegó de la contracultura a la apertura y tolerancia a la diversidad sexual, en la calle de Folsom, en el barrio industrial del South Market (hoy SoMa), se fueron aglutinando bares gays con cuarto oscuro, saunas y sexclubs de tendencia extrema siempre forrada en cuero y estrictamente sin desodorante. Un efecto natural tomando en cuenta que el South Market es un barrio industrial donde predominan los talleres mecánicos especializados en automóviles y tráileres, así como estaciones de policía. De los clichés más explotados del porno gay hasta el día de hoy. Incluso los perfiles del Just For Fans continúan dando rienda suelta a esa fórmula. Folsom Street Fair empezó en 1984 como un festival que consolidaba a la comunidad leather de San Francisco. Tras esto decidió tomar las calles en conquista del espacio público para celebrar no solo el orgullo por la diversidad sexual, sino por su elaboración sadomasoquista. Los juegos de dominación uniformada frente a sumisos plenamente conscientes de su vocación de servir. Recuerdo que en mi primer Folsom me resultó angustiantemente complicado averiguar quiénes eran los verdaderos policías entre tanto cabrón con gafas de aviador.
Con el paso del tiempo, el último domingo de septiembre es de los atractivos turísticos más esperados de San Francisco con derramas económicas millonarias. Si bien la población del festival se ha diversificado entre mujeres con alma dominatriz, hombres heterosexuales con pinta de hípsters alivianados que, sin embargo, aportan su cuota de morbo y población trans, Folsom Street Fair sigue siendo una feria dominada por hombres con la toxicidad eyaculando por todos los poros.

Se dice que la del 2025 es la edición más grande en cuanto a expansión territorial, abarcando un cuadrante de varias cuadras, pero por alguna razón la densidad de asistentes es inferior a la de otros años. De hecho, en las vallas de la Calle 7 que restringen el acceso a menores de edad y se pide una cuota voluntaria de 10 dólares (si se accede a cooperar a cambio dan una calcomanía que ofrece descuentos en cervezas), un hombre con altavoces alerta que todas las fotos y videos hechos con cualquier dispositivo, incluso celulares, deben ser consensuados. Es la primera vez que escucho tal cosa. Parte del riesgo de entrar al Folsom Street Fair es que cualquier impulso puede ser grabado por la marabunta de voyeurs.
Uno de los actores porno que entrevisté para mi novela “Pornografía para piromaniacos” y que hoy es repartidor en una empresa de paquetería en San Diego, me dice que una leyenda urbana circula en la edición de este 2025: según sus fuentes y en la mejor de la tradición de las distopías, hay infiltrados que trabajan en la administración pública de estados republicanos que andan con el rostro cubierto, ya sea de una máscara sado o de perrito tan populares en los últimos años hechas de poliuretano, para cazar a otros posibles empleados que encuentran en la feria una oportunidad de encarnar su sexualidad sin la asfixia conservadora de sus ciudades, denunciarlos, despedirlos y hacer de su vida un infierno.
También me cuenta que los holandeses y alemanes, famosos por ofrecer espectáculos de sexo callejero más extremos, no viajaron este año como protesta frente a la actual administración.
Hace unos años, un grupo de activistas de diversidad sexual, posmoderna y progresista buscaba cancelarlo dada la abundancia de masculinidad tóxica poco consciente de la discriminación. Quizás tenían un poco de razón. Después de todo, el domingo previo a la Folsom Street Fair se lleva a cabo el izamiento de la gigantesca bandera leather frente al bar Eagle, en la calle Harrison. Una especie de homenaje a la bandera anal que inaugura la semana leather mayor con todo el ritual masculino militar que eso implica. Pero también es cierto que al caer la tarde la lujuria democratiza el cinismo.
Otros de los detractores son los habitantes de los condominios de la calle Folsom que, de ser lofts accesibles, se han convertido en espacios para millonarios. La mayoría, empleados de los grandes corporativos que se han mudado a San Francisco, ignorando su personalidad hipersexual no apta para niños: “Nosotros llegamos primero, si no te gusta, siempre hay un suburbio aún más exclusivo donde puedes mudarte”, han dicho los organizadores de la feria. De hecho, mi amigo es de los muchos pornstars que terminaron expulsados del SoMa por la especulación económica.
Volviendo a la Calle 10, al hombre como perro y la lengua de fuera, pienso que a Diógenes lo apodaron como “El perro de Sócrates” por su andar desobediente y solitario en medio de las calles. Pensaba que el hedonismo exhibicionista forjaba un atajo a un estado de libertad que salvaba el espíritu. Placer y tranquilidad. Demostrando que lo más fácil es abrazar el conservadurismo que puede germinar incluso en las causas más liberales.
La Folsom Street Fair siempre ha tenido un enemigo: el conservadurismo. En todas sus representaciones.
Y quizás su cinismo pueda salvarnos de la distopía.