Política

Mujica no era ficción

  • Me hierve el buche
  • Mujica no era ficción
  • Teresa Vilis

Lo vi por primera vez en un video borroso. Un viejo despeinado, con voz de abuelo cansado, diciendo cosas que nadie dice ya. Frases como que la felicidad no está en tener, que el poder revela y no transforma, que la vida es demasiado corta para llenarla de odio. Lo escuché, y no supe exactamente por qué, pero sentí que me hablaba a mí. Era como si ese hombre, al otro lado del planeta, me conociera desde antes. Desde siempre.

Pepe Mujica fue parte de mi vida secreta. Lo busqué como a veces se busca a un poeta de los grandes: no para entenderlo, sino para sentirse menos sola en medio de alguna confusión existencial. Lo encontraba en entrevistas, discursos, en anécdotas que parecían relatos. No porque fuera sabio —aunque sí lo era— sino porque su voz me devolvía un poco de fe en los humanos.

Yo no creo en santos, ni en héroes, ni en líderes. Creo en la gente que vive como piensa. Mujica era eso. Dormía en una casa modesta, sembraba flores, hablaba de amor como si aún valiera la pena. Gobernó, sí, pero sin disfraz. Sin espectáculo. Nadie lo obligó a vivir con tres pantalones y un vochito. Lo eligió. Eso lo volvía real. Real y completamente inverosímil en una época como esta.

Cada vez que pronunciaba algo, me conmovía un poco. Porque lo entendía. Porque tenía razón. Porque era demasiado difícil hacer lo que él hacía: mantenerse entero sin volverse piedra. Había estado en la cárcel, lo habían torturado, lo habían dejado solo. Aun así, no odiaba. Eso me llegaba más que cualquier otra historia.

No lo conocí. Nunca le estreché la mano. Apenas lo vi de lejos en una conferencia que dio en la FIL, pero su muerte me afectó como la de un amigo lejano que te salvó de algo sin saberlo. Me dejó con esa clase de tristeza que no se explica. Solo se instala. Un hueco. Un silencio que antes no existía.

Mujica no era perfecto. No lo necesitaba. Era otra cosa: un hombre bueno en serio. Eso, en un continente acostumbrado a la farsa, es casi milagroso. Ahora que se fue, me cuesta más creerle a la realidad. Me cuesta más imaginar que algo distinto aún sea posible.

Tal vez por eso su ausencia pesa como pesan las cosas que no hacen escándalo. Como un golpe seco. Uno de esos que te toman por sorpresa, justo cuando bajaste la guardia. Mujica era eso: un referente discreto, que no se imponía, pero que al faltar, hace cimbrar el suelo.

Agradezco que haya existido, que dijera lo que dijo y que hiciera lo que hizo. Lamento, con una rabia callada, que tantos —especialmente quienes detentan el poder— hayan aprendido tan poco.

Lo que viene, si a estas alturas seguimos prefiriendo la farsa a la decencia, es que sin remedio y para siempre, me hierva —y me siga hirviendo por los siglos de los siglos— el buche.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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