Política

El autoengaño

  • Me hierve el buche
  • El autoengaño
  • Teresa Vilis

Hay una escena que se repite en esta ciudad como parte del imaginario emocional. Alguien dice a mi hijo se lo llevaron sin razón y la sala completa, con su sillón, su mesa de centro y su lámpara coja, contesta “ah”. Vocal mínima que es al mismo tiempo comprensión fingida y desinterés genuino.

En México la incredulidad es un acto reflejo. Cómo estornudar. Cómo parpadear. Vemos un video donde un joven grita “¡no hice nada!” y la reacción inmediata, casi dogmática, es dudar. Qué habrá hecho. En qué andaba. Por qué estaba ahí. La presunción de inocencia no es, normalmente, lo que impera en los dichos.

Lo más inquietante no es la duda en sí, sino la tranquilidad con la que la ejercemos. Una tranquilidad tan cómoda como la cama deshilachada y sucia de mi Canito.

La indolencia no es falta de empatía, es miedo guardado. Es un ahorro espiritual. Porque si un día creemos de verdad una historia de injusticia, tendremos que aceptar la siguiente y la siguiente y la siguiente. Entonces ya no podremos hacer fila en el súper tan a gusto, ni dormir tan profundo, ni decir eso no me va a pasar. Todo esto es un autoengaño.

Así, inventamos un país paralelo. En él, la gente no es brutalmente detenida sin deberla. En él, las instituciones siempre saben lo que hacen. En él, los videos se malinterpretan y los testimonios exageran. Cuando algo no cuadra, aplicamos la cláusula casera del mexicano moderno: no meterse.

Mientras tanto, en la realidad que intentamos no mirar, hay madres preguntando dónde está mi hijo y por qué se lo llevaron. No deberían necesitar pruebas para que las escuchemos. Pero las pedimos. Y si las traen, pedimos más. Sospechar es más sencillo que aceptar que el problema es sistémico y que en realidad no solo estaremos desprotegidos cualquier día que nos toque a nosotros o uno de los nuestros, sino que seremos señalados como mentirosos por nuestros pares sin ninguna conmiseración.

Quizá la forma más efectiva de mantener vivo un abuso no es golpear a alguien, sino convencer a todos los demás de que no vean el golpe. Esa enseñanza de lo invisible funciona muy bien. Tan bien, que las personas prefieren dudar del herido antes que mirar de frente al agresor. La razón es simple: si la violencia es rara, estamos a salvo; si es común, cualquiera puede ser el siguiente.

El sábado hubo detenciones que provocaron preguntas legítimas. No fueron las primeras, no serán las últimas. Sin embargo, ya escucho el rumor social que nos cuida del espanto: seguro algo habrán hecho. Es el equivalente cívico de cubrirse con la cobija hasta la nariz.

La cuestión es cuánto más podemos estirar esa cobija antes de admitir que, en lugar de protegernos, nos está dejando ciegos.

La indolencia es una forma de miedo que aprendió a hablar en voz baja. Mientras sigamos repitiendo esa voz, seguiremos siendo simples espectadores del país avasallante donde vivimos.

Es un buen negocio, hasta el día en que nos toque. En ese momento, cuando preguntemos dónde está mi hijo, descubriremos que la frase más humilde del mundo puede volverse también la más subversiva.

Obliga a mirar, y mirar siempre ha sido el primer acto de valentía. Me hierve el buche.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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