En Guadalajara hay un punto invisible donde el tiempo se rinde. No aparece en Google Maps, pero todos los que lo cruzan saben que ahí empieza el otro mundo: el de los que viven atrapados en López Mateos. Esa carretera que prometía conexión se volvió frontera. De Plaza del Sol a los cotos que anteceden a las Plazas Outlet puede pasar lo mismo que en una mala relación: horas de espera, frustración y la ilusión de que “todo va estar bien”.
Ahí están los protagonistas del atasco, los que salen de casa con su termo de café y su playlist motivacional para enfrentar el infierno. Padres que planean su día con precisión, madres que llevan a sus hijos a la escuela con el aguante de quien sabe que cruzará un océano. En los autos no hay conversación, solo luces rojas que ambientan el hartazgo. Un tramo de cuatro kilómetros puede tomar una hora, o dos, o tres, lo suficiente para repensar tu vida, odiar al de enfrente y reconciliarte con el destino.
El corredor López Mateos soporta entre 130 mil y 200 mil vehículos diarios. El noventa por ciento son particulares, porque claro, ¿quién quiere usar transporte público si puede hipotecar la vida para comprar un coche y pasarla dentro de él? Tlajomulco y sus alrededores son la prueba de que el sueño suburbano es eso: un sueño que se vuelve pesadilla. Más de 727 mil habitantes viven lejos de todo: del trabajo, de la escuela y, a veces, de la esperanza.
Los nombres de los fraccionamientos son casi un acto de crueldad. Real del Valle, Bosques de Santa Anita, Lomas del Sur, Hacienda Santa Fe…, prometen naturaleza, serenidad, vida plena. Pero antes de llegar hay que atravesar un purgatorio de vehículos amontonados donde lo más verde es un mensaje del semáforo. Adentro de los cotos reina el silencio; afuera, la congestión. Un experimento social perfecto: aislar a la gente para que viva en paz, pero sin posibilidad de llegar a ella.
El transporte público tampoco es opción. La ruta López Mateos mueve a más de 70 mil usuarios diarios, héroes sin capa que se levantan dos horas antes solo para llegar a tiempo a la fila del camión. Lo que los expertos llaman “problema estructural”, ellos lo viven como rutina: una pasarela de resignación donde todos avanzan sin moverse.
Mientras tanto, los gobiernos prometen redentores de concreto: pasos a desnivel, túneles, ampliaciones. Piensan que más carriles resolverán el problema de una ciudad diseñada para que nada funcione. Tlajomulco crece al paso de las hipotecas y los renders, no de los sueños. Para 2040 podría tener un millón de habitantes, aunque a estas alturas será un millón de pacientes de tráfico crónico.
La ciudad se maquilla para el Mundial: bachea, pinta, disimula. Quiere lucir presentable para los visitantes, aunque sus propios habitantes sigan atrapados. López Mateos será la alfombra de bienvenida; debajo, una ciudad agotada. Aquí no se vive, se sobrevive a bordo de un auto detenido. Y cada día, miles de personas repiten la misma plegaria laica: que esta vez, por milagro, el tráfico se mueva al menos un metro más. ¡Me hierve el buche!