Política

Genocidio

  • Me hierve el buche
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  • Teresa Vilis

Hay lugares que el mundo convierte en una especie de resumen de su propia vergüenza. Gaza, por ejemplo. Un territorio pequeño, casi una grieta en el mapa, donde se prueba hasta dónde puede llegar la devastación mientras millones de personas miran en silencio. Gaza es el laboratorio del fracaso humano. Allí se ensaya la impunidad, se exhiben los límites de la violencia, se mide cuánta muerte puede soportar una sociedad antes de que alguien diga basta. Hasta ahora, la respuesta es amarga.

Lo que ocurre es muy grave. Está plantada la certeza de que nadie puede frenar a quienes lo provocan. Gobiernos que disparan decisiones en forma de misiles, líderes que hablan de vidas ajenas como si fueran estadísticas, y un mundo que, después de cierto número de muertos, deja de contar. Gaza es hoy la víctima, pero mañana será cualquier otro lugar. Una comunidad, dos, tres, quince.

La distancia geográfica se convierte en el mejor pretexto moral. Palestina queda lejos, dicen. Un lejos comodino, un lejos que permite dormir. La gente mira imágenes de edificios derrumbados y la reacción es la misma que cuando ve videos de gatitos. Se acostumbra. El hábito produce una narcosis que no deja cicatriz visible. Hay quienes creen que no vale la pena hablar de Gaza porque está demasiado lejos, como si las atrocidades necesitaran nacionalidad para importarnos.

Los poderosos ensayan sus propios delirios. Hace poco, Trump dijo que quería entrar a México para combatir al narco. Lo dijo como si anunciara una remodelación. Pensé en un ejército extranjero caminando por nuestras calles, apropiándose de lo que no le pertenece. No sería una excepción. Sería otra variación del mismo método. Intervenir, avasallar, justificar y marcharse antes de que el polvo se asiente. Gaza es un espejo que devuelve esa posibilidad. En sus ruinas está escrito todo lo que puede repetirse en otra latitud.

Quizá no reaccionamos porque la tragedia ajena siempre parece soportable mientras no toque nuestra puerta. Así funciona la estupidez humana, ese mecanismo delicado que se activa cuando hay que elegir entre ver y no ver. La mayoría elige no ver. El adormecimiento no llega por maldad pura, sino por un cansancio moral que nos convierte en espectadores fatigados de un genocidio que aún no termina.

Por eso escribo. No porque crea tener una respuesta, sino porque el silencio también es una forma de complicidad. Gaza es un espejo donde se reflejan nuestras evasiones. No sé cómo detener una guerra ni cómo reconstruir una ciudad pulverizada, obviamente. Pero sí sé, como dice el psicoanálisis, que nombrar lo que duele es una manera de impedir que desaparezca bajo la alfombra de la costumbre.

Mientras haya niños caminando entre ruinas y madres esperando frente a hospitales que ya no existen, deberíamos sentir que algo nos toca de cerca. Aunque el mapa diga lo contrario, Gaza está aquí, en el territorio donde se mide nuestra (in)sensibilidad. Me hierve el buche.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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