No posee ningún mecanismo mi máquina del tiempo: ni manivelas, ni tornillos, ni aspas, ni hélices, ni tubos, ni cuadrantes. La pongo en marcha colocando la punta del dedo índice de mi mano derecha en mi entrecejo y contando del cinco al cero en voz baja y muy despacio. No importa si mis ojos se mantienen abiertos o parpadean o cuánta luz se mete en el cuarto o si es simple o compleja la naturaleza del ruido. Se me concede un solo tránsito al pasado y el único futuro accesible es el día siguiente. No viajo yo: viaja el tiempo, con lo cual se evita el escollo de que me tope conmigo y se altere el espacio con dos cuerpos iguales y simultáneos. Mi conciencia es apenas una pantalla cuando comienzo a retroceder suavemente hacia la fecha elegida: miércoles 25 de marzo de 2020 a las 13:00 horas con dos minutos. Estamos sentados tú y yo en el borde de la cama a punto de inventar una vida nueva a partir del encierro. Podría ser el Canto XXVIII de mi Comedia apócrifa o podría ser también una reinterpretación de los hechos selectos que he ido desmenuzando y que tacho o palomeo según los matices que le da mi memoria a nuestro comportamiento: cuántas sonrisas o indulgencias o disparates o silencios o ternura o caricias o reticencias. La cola larga del animal diminuto o la cola corta del animal gigantesco. Nos vestimos con ropa deportiva para el acto inicial. Combinan nuestros tenis con nuestros calcetines grises y verdes. Me amarro el pelo y te acomodas los lentes antes de ajustarte la gorra. “Las frases breves denotan cierto titubeo gramatical o un vínculo frágil con el idioma de uso”. Conozco las consecuencias y el desenlace. En tu libro del Renacimiento se habla de la “historia del entusiasmo”; yo aquí me refiero —y lo subrayo— a una “historia de amor”. Ya calculé los riesgos de contarla como si aún no hubiera ocurrido: el consuelo rebasa con mucho los peligros de cavar un hoyo o construir un laberinto. Salimos de la casa, bajamos la escalera hacia la calle y nos dirigimos al parque. En la zona de grava nos detenemos para realizar una serie de “estiramientos”. Nadie va a lastimarse. Trotamos y sacudimos los brazos como títeres cuyos hilos penden de las ramas o de las sombras de los postes de electricidad con sus alambres suspendidos entre nudos y púas. Un niño —el último de la temporada quizá— persigue una pelota y su perro ladra amarrado al barrote rojo de los columpios. Registro la velocidad y la temperatura de nuestros ejercicios. El sol dulce, el sol estable, el sol blanco, el sol de marras, reclamaría el dilecto profesor de lenguas muertas. No hemos dicho todo; nunca lo diremos todo. “En pie dormirá el venado negro de cuanto no se ha de hacer, no se ha de conseguir,” escribe Gerardo Deniz en “Verano del ‘42”. Y parafraseo: lentamente lee un demiurgo la tiniebla en su banca de troncos. Han de golpear huesos los changos para que se levante por fin el telón. Tú y yo vemos las astillas en el cielo. No tardarán en caer. Estoy contigo.
Expedición
- En el banquillo
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Tedi López Mills
Ciudad de México /